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José Miguel Moreno

¿Y si intentáramos aprobar un buen sistema de financiación autonómica?

El Gobierno, en lugar de buscar el acuerdo con quienes creen en el sistema autonómico, lo ha hecho con quienes no creen en él

Actualizada 16:03

La necesidad de reformar el sistema de financiación autonómica es algo asumido por todos. Hay motivos técnicos y políticos. El actual se aprobó en 2009 para el período 2009-2014, y la desactualización de sus parámetros provoca efectos muy injustos. Además, un sistema tan enrevesado y poco transparente impide la necesaria corresponsabilidad fiscal, lastra la rendición de cuentas y alimenta la demagogia y el victimismo.

Pero el tema no avanza. Los grupos de trabajo con técnicos de las comunidades autónomas no sirven, porque la reforma requiere un debate político. Y la escasa dedicación a este debate, apenas forzado testimonialmente en la Conferencia de Presidentes, evidencia más bien que ni siquiera tenemos una propuesta razonable sobre la mesa. A estas alturas.

La parálisis producida por el pacto PSOE-ERC, incompatible con cualquier propuesta coherente de reforma (incluso con una eventual reforma federal), se añade a la consabida falta de un acuerdo entre los dos grandes partidos. El debate multilateral es obligado, pero debería acompañarse de un acuerdo amplio en sede parlamentaria, dado que la hoy necesaria revisión de los fundamentos del sistema es poco operativa en una discusión con quince partes barriendo para casa. Realmente, plantear solo el foro multilateral, excluyendo el parlamentario, es apostar por comprar las voluntades a cambio de un parcheo de mejoras coyunturales; es decir, no ofreciendo un sistema justo y eficiente, sino una maraña de transferencias que saquen a algunos del apuro, aun a costa de crear un mal sistema, la misma estrategia seguida en 2009, con las pésimas consecuencias que ahora sufrimos. ¿Es esa la apuesta?

Tampoco nos vale el mensaje «tranquilizador» del Gobierno, anunciando una reforma donde todas las comunidades incrementarán sus recursos actuales. Solo faltaba que, con el aumento del gasto sanitario ligado al envejecimiento, las comunidades vieran congeladas sus transferencias. Es obvio que cualquier reforma debe aportar mayor suficiencia. Pero la ciudadanía responsable debe exigir algo más: un sistema eficiente que siente las bases para afrontar tiempos difíciles, como vendrán con el próximo invierno demográfico. Necesitaremos un sistema que aporte recursos de manera eficiente, no controvertida, con una corresponsabilidad fiscal de las administraciones coherente, y con los incentivos convenientes, todo lo que hoy no tenemos.

El grave desafío hoy planteado al sistema autonómico es razón de más para valorar sus fundamentos. Nuestros representantes deberían acometer esa reflexión y ofrecer a los ciudadanos algo coherente y comprensible, pero parecen más bien bloqueados, caminando sobre la cornisa, y cruzando los dedos para que el sistema no colapse, como ocurrirá si tres de las cuatro comunidades más ricas quedan excluidas de facto de los mecanismos de solidaridad, un modelo que no podría perdurar (quizás sus promotores tampoco lo pretendan).

Deberíamos valorar mejor lo que implica un estado autonómico descentralizado

Así que vayamos a lo fundamental, aunque otros no lo hagan. De entrada, deberíamos valorar mejor lo que implica un estado autonómico descentralizado. En el siglo XXI, esto es algo más que una cuestión sentimental. En particular, es preciso asumir ya, como adultos, que un estado descentralizado conlleva, en rigor, una cierta desigualdad regional en la distribución de recursos. Son discutibles los pros y contras de un estado descentralizado. Lo son también los de una nivelación mayor o menor de los recursos por habitante. A favor de la nivelación total, juega primar el principio de igualdad a rajatabla; a favor de una nivelación solo parcial, los incentivos a las políticas de crecimiento o al cumplimiento fiscal. Pero lo que no tiene sentido es descentralizar las principales políticas de gasto (educación, sanidad, servicios sociales) y nivelar totalmente los ingresos. Por ejemplo, una buena política educativa orientada al crecimiento económico (a generar vocaciones y oportunidades) debería implicar que quien la desarrolla pudiera mantener para sí al menos una parte de sus frutos, y no poner en el bote común todos los recursos generados. Además, la igualdad total es muy difícil y, en el intento, se pueden cometer errores contraproducentes. O creemos en la autonomía o no creemos.

La clave está en concretar el grado «parcial» de la nivelación. De hecho, el actual sistema plantea, en principio, una nivelación parcial en un alto grado, cosa razonable, y así es considerado por muchos expertos (no todos) aun advirtiendo que se trata de una decisión política. El problema del sistema actual es que ese principio se ve diluido entre otras disposiciones que lo distorsionan, impidiendo un sistema claro que la ciudadanía pueda comprender y valorar. Convendría acordar el grado concreto de parcialidad y trasladarlo a una fórmula sencilla y operativa.

Lo siguiente es determinar si esa redistribución de recursos fiscales para conseguir una nivelación parcial elevada debe respetar o no la ordinalidad. Esto es, si cuando en una comunidad A se genera más recaudación fiscal per cápita (computada a igualdad de normativas) que en una comunidad B, el reparto de los recursos totales debe reducir mucho la brecha entre A y B, pero no eliminarla del todo (ordinalidad), o si, por el contrario, B debería obtener más recursos que A si justifica más necesidades. Es otra decisión política que debe valorar aspectos similares a la anterior. Si a una nivelación parcial elevada se une incumplir la ordinalidad, nos acercaremos a los inconvenientes de la nivelación total: priorizaremos la igualdad, pero el perjuicio para los incentivos y para la corresponsabilidad fiscal y la rendición de cuentas será mayor.

La ordinalidad no funciona en el sistema actual, pero no por expresa disposición, sino porque ciertos fondos de transferencias verticales de cuestionable sentido provocan ese resultado

La ordinalidad no funciona en el sistema actual, pero no por expresa disposición, sino porque ciertos fondos de transferencias verticales de cuestionable sentido provocan ese resultado. Creo que la ordinalidad debería respetarse (con matices), lo cual se conseguiría si el objetivo de nivelación parcial se instrumentara mediante un único fondo, parametrizado para compatibilizar fuerte reducción de la brecha y ordinalidad. Los matices lógicos: ajustar el cómputo de los recursos per cápita atendiendo a factores que afectan al gasto real, como los ya contemplados en el sistema (población ajustada) y otros (precios y salarios), y regular separadamente los grandes proyectos de inversión de infraestructuras (potenciando, por ejemplo, el actual FCI). Aunque opiniones similares están extendidas, el debate actual sobre la ordinalidad está lamentablemente contaminado por su uso sesgado en el pacto PSOE-ERC. Sería necesario valorarlo, y llevarlo o no a efecto (es una decisión política), fuera del contexto de ese pacto.

Otro asunto relevante es la cesta de impuestos cuya recaudación se cede a las comunidades. Más allá de la necesidad de un cierto incremento (en los porcentajes) por el mayor gasto ligado al envejecimiento, convendría una reconsideración conceptual orientada a mejorar en corresponsabilidad fiscal y rendición de cuentas. Los ciudadanos atribuyen hoy las decisiones de gasto a la comunidad y las de ingresos al Estado central, lo que alimenta una cierta irresponsabilidad presupuestaria en las comunidades, con pésimas consecuencias. Es preciso alinear las dos decisiones, un objetivo políticamente ambicioso, que apela a nuestra coherencia con el sentido de autonomía. Lamentablemente, hoy no hay disposición para plantearlo.

No tiene sentido la autonomía sin una cierta capacidad normativa propia, pero esta tampoco debe provocar efectos perniciosos para el conjunto

Revisemos también la capacidad normativa de las comunidades. No tiene sentido la autonomía sin una cierta capacidad normativa propia, pero esta tampoco debe provocar efectos perniciosos para el conjunto. Es preciso abordar este asunto para eliminar controversias que encantan a los polarizadores pero desprestigian al propio estado autonómico. Así, es absurdo culpar de dumping fiscal a quien se limita a utilizar una posibilidad legal, pero es necesario valorar la amplitud razonable de los rangos de decisión.

Y una última petición: no jugar mucho con la llave de la caja. Quienes defiendan mayor autonomía tienen otras teclas que tocar. Pero descentralizar demasiado la gestión de la recaudación puede ser un mal negocio para todos. No queremos una administración más ineficiente, ni más complejidad para el contribuyente, ni más fraude fiscal; por no hablar del riesgo de abuso en las fórmulas de cupo o incluso de facilitar aventuras de mayor calado, que solo un iluso puede ignorar.

Este es el tipo de cuestiones que nuestros dirigentes deberían estar valorando, tanto en la Conferencia de Presidentes como en el Parlamento, para una reforma que beneficiase al conjunto. Lamentablemente, el Gobierno, en lugar de buscar el acuerdo con quienes creen en el sistema autonómico, lo ha hecho con quienes no creen en él, lo que se ha traducido en un plan de ruptura, que recibe todo el foco, quitándoselo a valorar el sistema que necesitamos.

  • José Miguel Moreno es coordinador de Economía, de España Mejor
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