La inflación devora el poder adquisitivo de los ciudadanos
El incremento de precios no es solo un dato macroeconómico: es una experiencia diaria incómoda, a veces angustiosa; sobre todo, para las rentas bajas
Un mercado de alimentos en Madrid.
El INE informó el viernes de que los precios de consumo en España tuvieron en noviembre un aumento anual del 3 %, una décima menos que en octubre. El dato, frío, es aparentemente tranquilizador. Sin embargo, ocurre algo inquietante: la inflación que sienten los ciudadanos en su vida cotidiana es muy superior a la que reflejan las estadísticas oficiales. Hay una auténtica esquizofrenia entre el dato publicado y la percepción real de los consumidores cuando observan su propia economía doméstica. No es una impresión vaga ni una sensación exagerada. Si no una experiencia diaria, repetida cada vez que se cruza la puerta de un supermercado o se revisa la cuenta bancaria.
La gente percibe que los precios suben mucho más deprisa que el dato del INE, pues los productos que compra con mayor frecuencia están disparados. Y no se trata de bienes de lujo ni de caprichos ocasionales. Son artículos básicos, de consumo habitual, de los que no se puede prescindir. En el último año, los huevos han subido un 30 %, el café un 15 %, la carne de vacuno un 18 %, el chocolate un 17 %, el pescado un 7,5 % y la fruta un 7 %. A esto se suman incrementos relevantes en servicios cotidianos: el transporte público urbano ha subido un 12 %, los restaurantes y hoteles un 4,3 %. Con este panorama, resulta comprensible que muchos ciudadanos tengan la sensación de que el coste de la vida escala mucho más rápido que el IPC oficial.
La inflación se ha convertido en un caballo desbocado que galopa sin control, haciendo estragos en los bolsillos de las familias
La inflación, en definitiva, se ha convertido en un caballo desbocado que galopa sin control, haciendo estragos en los bolsillos de las familias. Y, como siempre ocurre, no golpea a todos por igual. Las rentas más bajas son las principales damnificadas: desempleados, trabajadores de baja cualificación y pensionistas con bajos ingresos. Para estos colectivos, la inflación es una amenaza directa a su capacidad de llegar a fin de mes. Cuando casi todo el salario se destina a cubrir necesidades básicas, cualquier subida de precios se convierte en un problema grave.
Parte del escepticismo ciudadano surge de la manera en que se calcula el índice de precios. El IPC es una cesta representativa de la media de los bienes que compran los consumidores. Ahora bien, esa media no representa adecuadamente a todos los grupos sociales. El índice puede ser técnicamente correcto, pero socialmente engañoso. A modo de ejemplo, el grupo de alimentos y bebidas no alcohólicas pondera aproximadamente un 24 % en el índice general. Sin embargo, para muchos ciudadanos de renta baja ese porcentaje es muy superior. Para ellos, la comida no es una cuarta parte del gasto. Es el núcleo central de su presupuesto mensual. Cuando los alimentos suben, su inflación real se dispara, aunque el IPC varíe muy poco.
El precio de la vivienda
Por otra parte, el IPC excluye de su cómputo el precio de la vivienda. Como la vivienda se considera un bien de inversión –y no de consumo–, la variación de su precio no se refleja. Tampoco se incluyen las cuotas hipotecarias. Pero para la mayoría de los ciudadanos, la vivienda no es una inversión financiera, sino una necesidad básica y el mayor gasto de su vida.
Desde que Pedro Sánchez llegó al Gobierno en junio de 2018, el precio de la vivienda usada ha subido un 52 % y el de la vivienda nueva un 74 %. Son cifras demoledoras. En el mismo periodo, el salario medio se ha incrementado un 23 %. La brecha es evidente: la vivienda se encarece a un ritmo desbocado mientras los sueldos avanzan a paso de tortuga. El resultado es una generación atrapada, con enormes dificultades para acceder a una vivienda digna sin endeudarse hasta límites asfixiantes.
Los consumidores que se quejan de que el INE subestima la inflación no están haciendo un ejercicio académico ni cuestionando metodologías estadísticas por qué sí. Están señalando algo mucho más sencillo y grave: que sus sueldos no les permiten llegar a fin de mes. Y eso significa que los precios de los bienes que compran habitualmente suben más rápido que sus ingresos.
Cada ciudadano hace su propio estudio de la inflación cuando pasa por caja, cuando compara precios con los de hace un año, cuando reduce las cantidades o renuncia a productos que antes eran normales en su dieta. Y ese estudio empírico, cotidiano, genera horror ante la velocidad con la que suben algunos precios, sin que esto parezca tener un reflejo claro en la inflación oficial. La inflación no es solo un dato macroeconómico: es una experiencia diaria incómoda, a veces angustiosa; sobre todo, para las rentas bajas. Porque, como dijo Milton Friedman, «la inflación es el impuesto de los pobres».
- Rafael Pampillón Olmedo es catedrático en la Universidad CEU San Pablo y de la Universidad Villanueva.