Competitividad universitaria: la lección andaluza
Si hay algo que la experiencia europea enseña es que la autonomía sin responsabilidad produce ineficiencia, pero la responsabilidad sin autonomía genera parálisis
En Europa, las reformas universitarias de las dos últimas décadas han seguido un patrón reconocible: más autonomía institucional, mayor rendición de cuentas y una creciente orientación hacia la competitividad y la transparencia. Así lo describe el informe Modern European Higher Education Governance Reforms, publicado por De Boer y File (Universidad de Twente), al analizar la evolución de los sistemas nacionales desde el proceso de Bolonia. Los países que avanzaron hacia modelos de gestión más flexibles, con incentivos vinculados al desempeño y mecanismos de evaluación comparativa, lograron un sistema más diverso y adaptable a los retos globales.
España, sin embargo, parece debatirse todavía en cuestiones secundarias. Mientras el Ministerio de Universidades, encabezado por la señora Morant, dedica energías a discutir si las universidades privadas deben formar parte del sistema, algunas comunidades autónomas han optado por una vía más pragmática. Es el caso de Andalucía, cuya Ley Andaluza de Universidades Públicas (LUPA), Que empezó su trámite parlamentario la semana pasada, propone un marco de modernización que se inserta, de forma natural, en la corriente europea: refuerza la gobernanza, profesionaliza la gestión y busca una financiación más ligada a resultados.
La ley andaluza no es una ruptura, pero sí una señal. Por un lado, reconoce la necesidad de otorgar mayor autonomía operativa a las universidades, reduciendo la dependencia de autorizaciones administrativas y fomentando una cultura de responsabilidad institucional. Por otro, incorpora la lógica de la rendición de cuentas: exige transparencia en los indicadores de desempeño, tanto en docencia como en investigación, y abre la puerta a la especialización estratégica de los campus. No hay, en ello, un intento de copiar modelos extranjeros, sino de alinearse con una tendencia consolidada: la de vincular la financiación pública al impacto real de las universidades en la sociedad.
El libro de Hazelkorn (2015), Rankings and the Reshaping of Higher Education, advertía que la legitimidad de las universidades no depende de su titularidad, pública o privada, sino de su capacidad para demostrar resultados tangibles en formación, investigación y transferencia. Los sistemas universitarios que han progresado en Europa y fuera de ella no han sido los que han protegido estructuras heredadas, sino aquellos que han sabido integrar mecanismos de evaluación comparativa y competencia regulada. La obsesión española por mantener una frontera ideológica entre universidades públicas y privadas desvía el foco del verdadero problema: la falta de incentivos para la mejora y la ausencia de una cultura de rendición de cuentas sistemática.
La LUPA, en este sentido, no plantea una revolución, sino una corrección de rumbo. Andalucía, que durante años ha mantenido un sistema universitario muy homogéneo y dependiente de decisiones políticas, busca ahora diferenciar funciones, perfiles y misiones. Esto no significa privatizar ni mercantilizar la educación superior, sino reconocer la diversidad institucional como una fuente de fortaleza. Tal como señalan De Boer y File, los sistemas más exitosos son aquellos en los que las universidades pueden especializarse, cooperar y competir simultáneamente, en lugar de replicar estructuras idénticas y depender de la misma fuente presupuestaria.
Si hay algo que la experiencia europea enseña es que la autonomía sin responsabilidad produce ineficiencia, pero la responsabilidad sin autonomía genera parálisis. El equilibrio entre ambas dimensiones es la clave de toda reforma sostenible. En ese punto, la LUPA introduce herramientas de planificación estratégica y evaluación del desempeño que, si se aplican con rigor y continuidad, pueden generar un efecto demostración para el conjunto del sistema español. Pero si se interpretan como una simple reordenación administrativa, el riesgo es que se diluyan en la inercia.
El debate nacional, por desgracia, parece seguir otro camino. Mientras países de nuestro entorno, como los nórdicos o los Países Bajos, promueven la colaboración público-privada y utilizan los rankings y los indicadores internacionales como palancas de mejora, España insiste en una retórica defensiva. La ministra Morant ha reabierto una discusión estéril sobre la legitimidad de las universidades privadas, en lugar de abordar el verdadero debate: cómo lograr que todas las universidades españolas, públicas o privadas, respondan a los mismos estándares de calidad, transparencia y rendición de cuentas.
La fijación con el origen de los recursos, si públicos o privados, ignora que el problema es de gobernanza, no de propiedad. En la práctica, muchas universidades públicas funcionan con una lógica de rigidez que les impide adaptarse a los cambios tecnológicos, mientras algunas privadas adoptan con rapidez mecanismos de aseguramiento de calidad y modernización docente. La cuestión no es quién paga, sino quién rinde cuentas y con qué resultados.
Hazelkorn recuerda que los rankings internacionales, más allá de sus limitaciones, se han convertido en un mecanismo de transparencia global. No se trata de competir por posiciones en tablas arbitrarias, sino de aceptar que los sistemas universitarios viven hoy bajo un escrutinio internacional que mide impacto, relevancia y productividad. Negarse a participar en esa lógica es, en última instancia, negarse a rendir cuentas.
La LUPA, sin alardes, asume ese principio: que la universidad debe rendir cuentas a la sociedad, no solo al gobierno que la financia. Lo hace introduciendo mecanismos de evaluación continua, fortaleciendo la función social de la universidad y, sobre todo, reconociendo que la calidad no se decreta desde un ministerio, sino que se construye con incentivos adecuados y responsabilidad compartida.
La universidad española necesita menos ideología y más estrategia. Las reformas que han tenido éxito en Europa no fueron las que protegieron intereses, sino las que crearon sistemas adaptativos, con instituciones diversas, autónomas y responsables. Andalucía, con sus matices, ha decidido dar ese paso. Ojalá el resto del país no tarde otros veinte años en mirar por esa misma lupa.
- Jorge Sainz González, Universidad Rey Juan Carlos