Para que haya Hombres de Estado
El testimonio de Becket es un recordatorio de que nada puede estar por encima de los principios de la institución a la que se representa
-¿Qué es necesario para que nos gobiernen verdaderos Hombres de Estado? -. Ya formular la pregunta, con la que está cayendo, se convierte en sí mismo en puro ejercicio de desfase mental no exento de ciertos efectos secundarios. Pero puede que una vía a explorar pase por redescubrir que surgen verdaderos Hombres de Estado cuando surgen también Críticos de Estado – donde se dice críticos se puede añadir algún que otro concepto más -. La tesis es la siguiente: No es infrecuente que el poder político trate de extender su dominio a través de nombramientos clave que se caractericen por su servilismo. Precisamente, no hace muchos días, podía leer en prensa: «[…] el verdadero sentido del servicio público no se mide por la cercanía al poder, sino por la capacidad de actuar con independencia y valentía» (Salvador Forner). La cuestión es que en cosa de dos días me he vuelto a encontrar con el testimonio de dos hombres que sí que por contraste hacen ver al gobernante la realidad de su encomienda y de la realización de la misma con sus luces y con sus sombras.
El primero de los testimonios lo he redescubierto en santo Tomás de Becket. Becket fue canciller del rey Enrique II de Inglaterra y posteriormente, en 1162, fue nombrado arzobispo de Canterbury. Lo propio hubiera sido que Becket hubiera sido un mero instrumento en manos del rey para someter a la Iglesia inglesa al control real. Pero, hete aquí, que contra todo pronóstico, el arzobispo adoptó una postura firme en defensa de la autonomía eclesial. El no cumplimiento de las expectativas reales dio lugar al asesinato de Becket en la catedral de Canterbury en 1170. El testimonio de Becket es un recordatorio de que nada puede estar por encima de los principios de la institución a la que se representa; ni tan siquiera la hipotética lealtad hacia el sujeto del que se recibió el nombramiento. Becket es por tanto símbolo de independencia y de sacrificio, de fidelidad a un deber superior, incluso a costa de la propia vida.
Al segundo de los testimonios he llegado al saber cómo se rinde homenaje en la Abadía de Westminster de Londres a los mártires cristianos del siglo XX con una estatua, en la fachada occidental de la abadía, que homenajea al teólogo protestante alemán Dietrich Bonhoeffer. Este teólogo denunció el totalitarismo y antisemitismo fascista; lo cual le supuso que su ejecución fuese ordenada directamente por Hitler, solo quince días antes del suicido del genocida. En sus Cartas desde la prisión (editadas por Eberhard Bethge en Nueva York en 1962), Bonhoeffer advierte sobre la estupidez que siempre se extiende en las autocracias en las que esta misma estupidez lleva a hacer el mal sin reconocer que lo que se hace está mal. El drama es posible porque esta estupidez se contagia generando una ausencia de capacidad crítica que ha sido reducida a dos o tres crasas consignas.
Hasta aquí los testimonios. El que suscribe se queda con una aseveración del filosofo Manuel García Morente: «El español no reconoce gustoso más jerarquías que las fundadas en valores personales». Y con la reflexión de unos de los personajes de la novela Monseñor Quijote de Graham Greene: -«[…] Qué escritor más moral era Cervantes, diga lo que diga el obispo de usted. ‘Que de los vasallos leales es decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia, sin que la adulación la acreciente u otro vano respeto la disminuya; y quiero que sepas, Sancho, que si a los oídos de los príncipes llegase la verdad desnuda, sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían’». Fin de la cita.