El perol sideralAlfredo Martín-Górriz

Odiar a las monjitas

«Con la patria potestad demolida hace décadas en las sociedades occidentales, los hijos difícilmente reciben ninguna educación moral, ética o religiosa en los hogares»

En un interesante debate sobre la «moda» de lo católico desarrollado en el canal Vione de Youtube, charlaban sobre el asunto el escritor Juan Manuel de Prada; el historiador Alejandro Rodríguez de la Peña; la periodista Almudena C. Domper; y el director de La Taberna Ilustrada, Julio Llorente. En un momento determinado, el conocido novelista y articulista sacaba a colación un tema del que ya ha hablado en otras ocasiones: el hecho de que muchos de los políticos de toda índole que odian la fe católica estudiaron en un colegio concertado. Calificó esa situación de terrible. Quizá sea extensible también a muchas otras personas, que sin responsabilidad institucional mantienen notables reticencias, incluso aborrecimiento, a la religión, siempre ligado dicho rechazo a constantes referencias a los curas o monjas de aquel centro de enseñanza que abandonaron lustros o décadas atrás, y cuya influencia, evidentemente, cesó. Pero ahí sigue el resquemor o el odio.

En la mayoría de las ocasiones, si se tiene la oportunidad de ahondar en lo concreto, en los sucesos que han llevado a semejante sentimiento, las explicaciones suelen ser superficiales o de trazo grueso, centradas en muchas ocasiones en vagos atentados contra la libertad del alumno. Despachados en un par de frases a lo sumo. Indudablemente estas acciones poca mella hicieron en él, puesto que de mayor tomó el camino contrario. ¿A qué se debe entonces este encono difuso tan común que toma un sendero peligroso en el campo político y que parece no dejar jamás al individuo en cuestión?

Con la patria potestad demolida hace décadas en las sociedades occidentales, los hijos difícilmente reciben ninguna educación moral, ética o religiosa en los hogares, más bien al contrario, por lo que todo queda delegado al colegio. Aquel que vaya a un colegio concertado, o algunos privados, sí tendrá la oportunidad de conocer la religión católica. Esto crea numerosas contradicciones y confusión en niños y jóvenes, pues se ven abocados a la influencia de tres niveles distintos. En primer lugar el colegio religioso. En segundo un hogar neutro con respecto a ello o ya algo o abiertamente receloso de la propia educación a la que encomiendan a sus hijos. En tercer lugar un mundo completamente hostil al catolicismo que subvierte el evangélico «la verdad os hará libres» por «la libertad os hará verdaderos».

En el primer nivel, la religión aparece con la forma de asignatura y rutinas tediosas, como la asunción de diversas órdenes o mandatos sin explicación profunda y racional. La apabullante riqueza de la doctrina católica queda muchas veces reducida a un mero «pórtate bien». El verdadero combate espiritual languidece ante fórmulas sentimentaloides o evaluaciones mediante exámenes convencionales. En el segundo nivel, muchos padres contradicen al colegio, por lo que niños y jóvenes quedan enfrentados a una paradoja por la falta de coherencia familiar. En el tercer nivel, extraordinariamente poderoso, pues en él se cuentan instituciones, medios de comunicación y mundo del espectáculo, se invertirán todos y cada uno de los mandamientos de la ley de Dios.

Ante esta circunstancia, la balanza de la persona en cuestión queda descompensada. En uno de los platillos, los niveles segundo y tercero pesan mucho más que el primero. En ese sentido, las enseñanzas del colegio, aunque pobremente transmitidas, suponen la única guía moral recibida, la única luz del camino, aunque escasa y lejana. En suma, la única voz de la conciencia capaz de contradecir los anti-valores de un mundo que persigue la disolución del individuo en un concepto de libertad autodeterminada. Por tanto, el único obstáculo para abandonarse a ella será, precisamente, la enseñanza religiosa, que parece no rendirse pese a su debilidad.

De ese impedimento total para poder abandonarse al mundo moderno surge parte del odio, pero no todo. El otro está relacionado con una sensación de orfandad. Y es que la religión se transmitió de forma lo suficientemente útil como para seguir cumpliendo parcialmente su función, pero no tan honda y bien estructurada como para posibilitar que se perciba el sendero de vuelta a casa. Queda en tierra de nadie, como un incordiante Pepito Grillo incapaz de combatir los desvaríos de la modernidad, e insuficiente a su vez para generar consuelo o posibilitar una verdadera transformación personal. De la combinación de ambos factores se destila esa perpetua animadversión difusa y constante.

Los colegios concertados y privados religiosos tienen una tarea inminente: transmitir la fe católica de una forma tradicional, trascendente, elocuente y atractiva, sin entender esto último como diversión vana o distracción, más bien al contrario, como un rigor absoluto. Sólo de esta forma, los antiguos alumnos dejarán de tener esos malos sentimientos. Sólo de esa forma podrán volver al «hogar» si lo necesitan. Y lo más importante, sólo de esa forma, la mayoría no abandonará la casa, al tener armas poderosas para contrarrestar la locura circundante.

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