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A vuelta de páginaFrancisco Rosell

Seguir creyendo en los Reyes

Hay que leer entre líneas las intervenciones reales y decaparlas de los barnices de la propaganda gubernamental para descifrar a un monarca al que se le exige muchas veces que haga lo que no está en sus manos

Significativamente, Felipe VI se ha puesto este año en pie para pronunciar su Mensaje de Navidad, en lo que algunos interpretan como un signo de modernidad. Sin embargo, en una institución en la que las formas dicen más que las palabras, sobre todo si estas han de pasar por el tamiz censor de quien, desde la covid, no se comporta como primer ministro, sino como si fuera el mismísimo jefe del Estado, hay que subrayar la postura enhiesta de quien hoy es una rareza constitucional. No en vano, Sánchez le achica los espacios y moltura sus pláticas siendo la «cabeza de la nación», como bien jerarquizó Julián Marías como senador real.

En este peliagudo trance, agravado por una mayoría parlamentaria hostil a la Corona y a la Nación, hay que leer entre líneas las intervenciones reales y decaparlas de los barnices de la propaganda gubernamental para descifrar a un monarca al que se le exige muchas veces que haga lo que no está en sus manos, pero al que sí cabe reclamar que haga lo que sí puede al reinar, aunque no gobierne. De hecho, esta Nochebuena ha rescatado de la desmemoria oficial la España de la Concordia como ejemplo de tránsito a la democracia y pasaporte a la Europa de la Libertad. No es cosa de tener que lamentar la derrota de la razón y el triunfo de la brutalidad, parafraseando a Stefan Zweig en El mundo de ayer. Apátrida del disuelto imperio austro-húngaro, el escritor errante sufrió la hecatombe moral que precipitó la II Guerra Mundial y que antes se ensayó (y se ensañó) en España con su fratricida lid.

Empero, no fue una prédica nostálgica la de don Felipe; si acaso, una dosis reforzada de nostalgia de futuro ante los peligros que acechan para la libertad y la nación provenientes de oportunistas que aprovechan los atajos de la historia para sus trampas envueltas en flores con las que atrapar –cuál ratón en queso– a coetáneos que solo se percatan de las mudanzas del destino cuando son irreparables. A ello coadyuva que el entusiasmo, según Goethe, no sea un «arenque salado que pueda conservarse muchos años» originando que se abandonen los tratamientos de desintoxicación moral, recayéndose febrilmente en padecimientos que se daban por vacunados in aeternum.

Sin duda, se le pueden y deben poner todos los peros que se deseen a la alocución real como en lo ateniente a una corrupción sistémica que se enseñorea del Gobierno y que carcome las instituciones, por lo que don Felipe no debió soslayarla con la liviandad de apelar sin más a una etérea ejemplaridad a fin de que Sánchez tuviera en paz la cena de Nochebuena en La Mareta. No se corresponde con un monarca que, a costa de desgarros paternofiliales, se guía por la máxima de Gracián de que «ofende más la mancha en el brocado que en el sayal».

Desde que ciñe la Corona, Don Felipe obra sapiente de que la legitimación de origen de la Monarquía Parlamentaria –histórica y constitucional, ratificada doblemente en referéndum– requiere la autentificación de ejercicio con una integridad que dota de auctoritas el papel que le asigna la Ley de Leyes. Ello contrasta con un presidente que convierte la corrupción en argamasa de su despotismo, hasta el punto de que tanto el César como su mujer desdeñan incluso parecer honrados.

Para más inri, Sáncheztein supedita el sino de la nación a enemigos confesos. Ello supone como si, tras la asonada del 23-F de 1981 por el teniente coronel Tejero, Leopoldo Calvo Sotelo hubiera subordinado su Ejecutivo, a quienes desarmó Juan Carlos I con su arenga de madrugada con el Príncipe Felipe de grumete. En efecto, Calvo Sotelo pugnó por acrecentarles las penas al revés que Sánchez con los alzados contra los que se plantó don Felipe el 3-O de 2017 y a los que debe su estadía en La Moncloa.

Aun así, en la dificultad, el monarca no debe cejar en el empeño porque, como en el Cantar del Mío Cid, «muchos males han venido/ por los reyes que se ausentan», como le manifiesta el ilustre burgalés a Alfonso VI. Menos cuando el destinatario de sus mensajes es la Nación y quien la preside debe repasar el artículo 56 de la Constitución. «El Rey –señala su apartado 1– es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones.». En su caso, como ironizó Churchill, «no es suficiente con hacerlo lo mejor que podamos; a veces, tenemos que hacer lo que hay que hacer».

Bajo esa premisa, no es cómodo el devenir regio a juzgar por cómo se podan sus atribuciones, por cómo se trata de inspirarle sus alocuciones con comas incluidas y por cómo los socios de Sánchez le insultan, mientras el PSOE mantiene un displicente y clamoroso silencio, más allá de las reacciones de reglamento. Si Su Majestad sabe estar en su sitio como pocos, debe persistir en esa entereza –como en la Cataluña del 1-O o en la Valencia de la riada– sin trasladar la impresión de hacerse perdonar por quienes le chantajean con el destierro de su padre y con el porvenir de una institución que ansían caduca como una vistosa flor de Pascua.

Como aquel líder laborista Tony Benn que adujo cierta vez –con ese poso de verdad que encierran las grandes mentiras– que los reyes, por heredar el poder, no están necesariamente listos para la jefatura del Estado. «Pocos –añadió– se subirían en un avión pilotado por quien, sin formación, tranquilizara a los pasajeros con que su padre sí lo era». Ante ello, Margaret Thatcher le replicó que «a quienes opinan que un político desempeñaría mejor la jefatura del Estado les recomiendo conocer a más políticos».

En suma, aquí donde un loco hace muchos locos y un sabio pocos sabios, los españoles harían bien en seguir creyendo en unos Reyes que deben hacer alquimia como los Magos de Oriente para preservar el proyecto de vida en común llamado España. De momento, frente a los embates corrosivos del sanchismo, es una de las pocas ilusiones ciertas, y no están los tiempos para disiparlas.

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