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Un padre besa a su mujer en presencia de su hijo

Un padre besa a su mujer en presencia de su hijoPexels

Los útiles consejos para padres de cinco santos (que no tuvieron hijos)

¿Puede un santo que vivió hace siglos, y que además no tuvo hijos, decir algo de provecho para los padres de hoy? Puede. Y la revista La Antorcha, que la ACdP edita y distribuye de forma gratuita, da seis ejemplos

Por una de esas paradojas de la vida, algunas de las personas cuyos consejos pueden resultar más útiles a los padres en el ejercicio de su paternidad son aquellas que nunca tuvieron hijos. Pero ojo, no nos referimos a tantos pedagogos y educadores de salón, imbuidos de ideología y que no sólo desconocen de primera mano la agotadora tarea de educar a un niño, sino que además ignoran los más elementales rudimentos de la antropología. No: hablamos de los santos. De santos solteros o célibes, más en concreto.

Porque la fecundidad de la vida no se mide por el número de hijos que uno engendra, sino por el amor que se es capaz de sembrar a lo largo de los años. Y aquellos que más amor sembraron y más cerca estuvieron del Amor son quienes hoy la Iglesia reconoce como modelos de virtudes.

Además, se da la circunstancia de que, si bien ninguno de los que aquí reseñamos tuvieron prole natural, todos experimentaron su saberse hijos, es decir, su propia filiación –humana y divina–. Y pocas cosas ayudan tanto como saberse hijos para comprender la importancia de contar con buenos padres. Por si fuera poco, fueron auténticos padres y madres espirituales, cuyos frutos llegan a nuestros días.

Y si alguien aún duda de la eficacia de sus consejos, que pruebe a poner en práctica los siguientes.

1. Hablarles de sexualidad, sin tapujos:

A finales del siglo IV, en el corazón oriental del paganísimo Imperio romano, el mismo en el que la lujuria, el incesto, la efebofilia y la promiscuidad eran tan comunes y descarnados que harían sonrojar a muchos creadores actuales de OnlyFans, surgió una voz de tal vigor que fue apodada «Pico de Oro». Hablamos de san Juan Crisóstomo, doctor y padre de la Iglesia, cuya obra ha sido, desde hace mil setecientos años, un faro en el magisterio eclesial.

En su obra Sobre la vanagloria y cómo deben los padres educar a sus hijos, Crisóstomo animaba a los padres, no sólo a transmitir la fe a sus hijos, sino también a hablarles sin medias tintas de cuestiones como la virtud o la sexualidad: «De ahí viene que el vicio sea difícil de extirpar: que nadie se preocupa por sus hijos, que nadie les habla de la virginidad, nadie de la templanza, nadie del desprecio a las riquezas y a la gloria, nadie de los preceptos que vienen de las Escrituras».

Y añade: «Cuando desde la primera infancia los niños carecen de maestros, ¿qué será de ellos? Pues si algunos, educados e instruidos desde el seno materno y hasta la vejez, aún se tuercen, quienes desde los comienzos de su vida se han acostumbrado a oír este tipo de cosas (el amor a las riquezas y al placer del cuerpo), ¿qué malas acciones no llegarán a cometer? (…) Que haya siempre (en el hogar) una palabra despectiva para la lujuria y muchos encomios para la castidad. Si en un alma todavía tierna se imprimen estas buenas enseñanzas, nadie podrá borrarlas cuando se queden duras, como marcas en la cera».

2. Prestarles atención:

Coetáneo de Crisóstomo es san Agustín de Hipona (s. IV), –hoy más popular que nunca gracias a tener por primera vez, en León XIV, un Papa agustino– quien, en su Sermón 94, afirmaba: «Habéis escuchado en el Evangelio el premio reservado para los siervos buenos y el castigo para los malos. La única culpa del siervo reprobado y severamente condenado fue no querer dar. Guardó íntegro lo que había recibido. (…) El obispo (episcopus) recibe este nombre porque vigila desde arriba, porque, con su vigilancia, cuida de los fieles. A cada uno, pues, en su casa, si es la cabeza de la misma, debe corresponderle el oficio de obispo, es decir, de vigilar cómo es la fe de los suyos, para evitar que alguno de ellos incurra en herejía, ya sea la esposa, o el hijo, o la hija. A vuestros pequeños no los dejéis de la mano; contribuid a la salvación de vuestro hogar con todo esmero. Si esto hacéis, estaréis dando; no seréis siervos perezosos, ni tendréis por qué temer la horrible corrección detestable que se le impuso al siervo malo».

3. Cómo ser ejemplo de virtud:

El santo cura de Ars, san Juan María Vianney (S. XVIII), era famoso por la elocuencia de sus sermones. Lejos de caer en respetos humanos o en palabras acomodaticias, llamaba a los padres a la virtud en el ejercicio de su paternidad. Pero no por animarlos a no fallar nunca, para exigirles la excelencia formativa o para reclamar de sus hijos las mejores notas. No: lo hacía para recordarles la importancia del testimonio personal. En Deberes de los padres hacia los hijos, decía: «¿Podremos hallar un ejemplo mejor para dar a entender a los cabezas de familia que no pueden trabajar eficazmente en la salvación propia, sin trabajar también en la de sus hijos?»

Y seguía: «En vano los padres y madres emplearán sus días en la penitencia, en llorar sus pecados, en repartir sus bienes a los pobres; si tienen la desgracia de descuidar la salvación de sus hijos, todo está perdido (…). Abrid la Escritura, y allí veréis que, cuando los padres fueron santos, también lo fueron los hijos. Cuando el Señor alaba a los padres o madres que se distinguieron por su fe y piedad, jamás se olvida de hacernos saber que los hijos y los servidores siguieron también sus huellas».

4. Ojo con las amistades:

Uno de los grandes atractivos que tiene santa Teresa de Jesús es que, antes de ser la gran mística y fundadora que todos conocemos, fue también una joven aquejada de la misma frivolidad y gusto por lo mundano que arrastraba –y aún hoy arrastra– a la mayoría de los mortales. Por eso, su conversión es aún más alentadora, y sus palabras más certeras y autorizadas para alertar a los padres del peligro de las malas compañías, y el «mucho daño» que ella misma sufrió en su juventud por su causa.

Dice así en el Libro de la Vida, refiriéndose a algunos primos, tíos y amigos cercanos: «Considero algunas veces cuán mal lo hacen los padres que no procuran que vean sus hijos siempre cosas de virtud de todas maneras. (…) Porque ahora veo el peligro que es tratar en la edad que se han de comenzar a criar virtudes con personas que no conocen la vanidad del mundo, sino que antes despiertan para meterse en él».

E insiste: «Si yo hubiera de aconsejar, dijera a los padres que en esta edad tuviesen gran cuenta con las personas que tratan sus hijos, porque aquí está mucho mal, que se va nuestro natural antes a lo peor que a lo mejor. Así me acaeció a mí. (…) Espántame algunas veces el daño que hace una mala compañía, y si no hubiera pasado por ello, no lo pudiera creer. En especial en tiempo de mocedad debe ser mayor el mal que hace. Querría escarmentasen en mí los padres para mirar mucho en esto. (…) Por aquí entiendo el gran provecho que hace la buena compañía, y tengo por cierto que, si tratara en aquella edad con personas virtuosas, que estuviera entera en la virtud».

5. Dedicarles tiempo:

La importancia del tiempo de calidad –y en cantidad– y de la atención enfocada, sobre todo cuando los hijos sacan los pies del tiesto, no es un hallazgo de la neurociencia ni de las nuevas corrientes pedagógicas.

A mediados del siglo pasado, hace más de cincuenta años, ya lo proponía de este modo san Josemaría Escrivá en su célebre Es Cristo que pasa: «Es necesario que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos y hablar con ellos. Los hijos son lo más importante: más importante que los negocios, que el trabajo, que el descanso. En esas conversaciones conviene escucharlos con atención, esforzarse por comprenderlos, saber reconocer la parte de verdad, o la verdad entera, que pueda haber en algunas de sus rebeldías».

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