La psicopedagoga Tania Ruiz
Tania Ruiz, psicopedagoga: «El miedo en los niños es normal, pero hay señales para saber si es preocupante»
Los miedos infantiles y los terrores nocturnos son parte del desarrollo natural de los niños; sin embargo, si no se encaran correctamente, pueden derivar en problemas más serios, como explica la piscopedagoga Tania Ruiz, del centro Anda CONMiGO
A la oscuridad, a la noche, a los perros, a quedarse solos, al coco, a la bruja, a los ruidos, a mirar debajo de la cama o hasta a caminar solos por el pasillo. Los miedos en la infancia tienen mil y una formas y momentos, pero parecen asociados de un modo indisoluble a esta etapa de la vida.
Algo que, si bien entra dentro del desarrollo normal de los más pequeños, puede derivar en situaciones especialmente incómodas o fatigosas para la familia, y para el propio niño, si no se encauzan correctamente.
Además, son muchos los padres que se preguntan si detrás de ciertos miedos, o de esos terrores nocturnos que desvelan al pequeño a mitad del sueño, no se esconden otro tipo de problemas psicológicos, en el colegio o de otro tipo.
Para poner luz en esta tiniebla hablamos del miedo, sin miedo, con Tania Ruiz, psicopedagoga y directora del centro Anda Conmigo, de Valdemoro.
–¿Por qué el miedo es tan común en la infancia? ¿Es necesario para el desarrollo?
–El miedo es una de las emociones básicas universales, junto a la alegría, la tristeza, la ira, la sorpresa y el asco. Cumple una función esencial: proteger la vida. En el caso de los niños, cuya madurez cerebral y autonomía aún están en desarrollo, el miedo actúa como sistema de alarma que les ayuda a reconocer, evitar o pedir ayuda ante posibles peligros. Así que desde el punto de vista neurobiológico, el miedo activa el sistema límbico –especialmente la amígdala cerebral–, que desencadena respuestas fisiológicas como el aumento del ritmo cardíaco, alerta sensorial, o búsqueda de protección. En un entorno seguro, estas activaciones son entrenamientos naturales del sistema nervioso para aprender a distinguir entre amenaza real y percibida. Es decir, que el miedo enseña al cerebro infantil a protegerse y a autorregularse, siempre que sea vivido con contención y no con trauma. Porque durante los primeros años, el niño atraviesa una etapa de rápido crecimiento cognitivo, pero todavía no posee la capacidad de comprender o anticipar con lógica las situaciones. Y esto hace que muchos estímulos (ruidos, oscuridad, personas desconocidas, separación de los padres) se vivan como potencialmente amenazantes.
–¿Cómo pueden detectar los padres que el miedo de sus hijos es normal, y no esconde algo más?
–El miedo evolutivo aparece en momentos concretos del desarrollo, ligados a hitos cognitivos (miedo a separarse, a la oscuridad, a la muerte…). Es transitorio y proporcional, o sea, que tiende a disminuir con el tiempo o la exposición gradual. No limita el funcionamiento cotidiano del niño. Y cumple una función protectora y de aprendizaje: enseña a reconocer y gestionar riesgos. Por ejemplo, un niño de 3 años que teme a los disfraces o a los ruidos fuertes, pero que sigue jugando y explorando tras unos minutos de acompañamiento, muestra un miedo adaptativo y normativo.
–¿Y cuándo deja de ser evolutivo para ser preocupante?
–Desde una perspectiva clínica, un miedo infantil se considera preocupante o patológico cuando cumple uno o más de los siguientes criterios: Primero, la persistencia en el tiempo, porque dura más de 6 meses sin atenuarse, a pesar del acompañamiento y la exposición progresiva; o persiste más allá de la edad evolutiva esperada, como por ejemplo, miedo a la oscuridad intenso a los 10 años. Segundo, la intensidad desproporcionada: Reacción de pánico, llanto inconsolable, bloqueo o crisis de ansiedad ante estímulos menores; incapacidad para tranquilizarse, incluso con la presencia del adulto; expresiones verbales de catástrofe («me voy a morir», «algo horrible va a pasar»)... En tercer lugar, si hay interferencia funcional, es decir, que el miedo impide al niño participar en actividades normales, como ir al colegio, dormir solo, separarse de los padres, o relacionarse con otros niños; si afecta la alimentación, el sueño o el rendimiento escolar; o si el niño organiza su vida en torno a la evitación de la situación temida.
–¿Algún síntoma más?
–Sí, también cuando presenta síntomas fisiológicos o somáticos, como dolores de estómago, náuseas, taquicardia, sudoración o temblores sin causa médica; si hay alteraciones del sueño (pesadillas recurrentes, insomnio, terrores nocturnos intensos); o si provoca cansancio crónico o irritabilidad derivada del estrés emocional. También cuando provoca conductas de evitación o regresión: el rechazo persistente a separarse del cuidador, a ir al colegio o dormir solo; o retrocesos evolutivos: micción nocturna, habla infantil, necesidad excesiva de contacto físico... Si deriva en búsqueda constante de seguridad y verificación («¿me va a pasar algo?», «¿te vas a morir?»). Por último, si genera pensamientos intrusivos o rumiativos.
–¿Por ejemplo?
–Preocupaciones constantes sobre la muerte, el daño o la pérdida; dificultad para concentrarse por pensamientos repetitivos de miedo; y en casos graves, verbalización de ideas de daño o fatalidad.
–¿Qué herramientas pueden utilizar los padres para ayudar a sus hijos a gestionarlo?
El primer paso es reconocer el miedo sin minimizarlo. Cuando un niño siente miedo y el adulto lo invalida («no pasa nada», «no seas tonto»), el mensaje que recibe es que su emoción está mal y deja de confiar en su propio mundo interno. Hay herramientas prácticas, como la escucha activa («Cuéntame qué te asustó»), la validación («Veo que te da miedo, y eso es algo normal»), o nombrar la emoción («Eso que sientes se llama miedo; a veces aparece cuando algo no sabemos qué es»).
–¿Y después de ese primer paso? Porque, en ocasiones, los padres son quienes transmiten sus miedos a los hijos...
–Los niños aprenden observando cómo los adultos reaccionan. Si el adulto transmite serenidad ante una situación incierta, el niño interioriza que puede manejarla. Por eso, es esencial ser un modelo de calma. Por ejemplo, respirar con calma delante del niño y decir: «Voy a respirar para tranquilizarme», hablar con tono pausado, sin sobreexplicar, ni dramatizar; mostrar curiosidad («vamos a ver qué fue ese ruido») en lugar de alarma...
–Hay situaciones que son potencialmente peligrosas y que asustan a los padres, como cuando empiezan a ir solos por la calle, o hacen ciertas actividades. Pero también puede hay padres que tratan de proteger a los hijos, incluso de los monstruos imaginarios que hay en el armario. ¿Cómo se puede ofrecer seguridad a los niños, sin sobreprotegerlos?
–El miedo necesita presencia, no evitación. Por eso el adulto debe estar disponible, pero permitir que el niño explore y enfrente el estímulo con apoyo. Ahí, es bueno seguir estrategias como mantener rutinas estables, no forzar la exposición al miedo, pero tampoco evitarlo siempre; crear rituales de seguridad, como leer juntos antes de dormir, dejar una luz tenue o usar un objeto de apego... La sensación de seguridad externa se convierte progresivamente en seguridad interna.
–Pero los padres no están siempre junto a los hijos para que puedan enfrentar sus miedos...
–Por eso hay ciertas estrategias que les ayudan. Un modo eficaz es utilizar el juego, los cuentos y el arte. El juego simbólico y las narraciones son la vía natural del niño para procesar lo temido. También los cuentos terapéuticos, con personajes que enfrentan sus miedos (El monstruo de colores, Cuando tengo miedo), el juego de roles para representar el miedo («yo soy el monstruo y tú el valiente», o usar dibujo o plastilina para plasmar lo que asusta, cambiarlo y transformarlo. Estas técnicas permiten externalizar el miedo y darle forma, y eso favorece la sensación de control.
–¿Y las estrategias de autorregulación?
–Sin duda. El miedo activa respuestas fisiológicas (taquicardia, respiración rápida, tensión muscular). Y los padres pueden enseñar recursos corporales simples para calmar el cuerpo y la mente. Por ejemplo, respiración profunda: «soplar la vela y oler la flor»; relajación muscular: «el cuerpo de gelatina»; visualizaciones guiadas, como imaginar un lugar seguro o tranquilo; o escuchar música suave o movimiento corporal para liberar tensión.
–¿Es bueno exponer poco a poco a los niños a aquello que le genera temor? ¿O es contraproducente?
–Evitar lo que produce miedo refuerza el circuito del miedo. En cambio, acompañar al niño en pequeñas aproximaciones le enseña que puede manejar la incomodidad. Pero hay que hacerlo bien, siguiendo pasos. Primero, identificar qué da miedo y cuánto (en una escala del 1 al 10). Segundo, dividir el miedo en pasos pequeños y alcanzables. Tercero, afrontar juntos la situación, aumentando progresivamente la exposición. Y por último, reforzar cada logro con reconocimiento emocional («¡Te das cuenta de que podías hacerlo!»). Esto desarrolla la autoeficacia emocional, la confianza y la valentía.
Hay que reforzar la valentía en los niños, no la ausencia de miedo.
–Ahora que habla de valentía. ¿Hay que animar a los niños a ser valientes y a no tener miedo?
– Hay que reforzar la valentía, no la ausencia de miedo. Es importante evitar frases como «ya ves que no era nada». En su lugar, es mejor reforzar el afrontamiento, no el resultado. Ese refuerzo positivo puede hacerse con frases como «al final te atreviste a hacerlo, aunque sentías miedo», o «estuviste valiente al intentarlo», o «cada vez que enfrentas tu miedo, creces un poquito más».
–Desde CONMiGO insisten en implicar a las familias. ¿Es algo que vale también en esta área?
–Claro, promover una cultura emocional en el hogar es esencial. Los niños aprenden a gestionar sus emociones si crecen en un entorno donde se habla de lo que se siente. Ahí, todas las familias pueden incluir conversaciones sobre emociones en el día a día; validar también las emociones de los adultos («hoy estuve nerviosa, y respiré para calmarme»); y evitar el perfeccionismo emocional («no deberías llorar», «los valientes no tienen miedo»). Un hogar emocionalmente alfabetizado es el mejor contexto para desarrollarse como niños.