El alimento que prohibió la Reina Isabel II en la dieta que le hizo vivir 96 años

Dicen que somos lo que comemos, y pocas personas han representado tan bien esa máxima como la Reina Isabel II. En una era obsesionada con las dietas milagro, los zumos detox y las tendencias de TikTok, su longevidad —96 años, nada menos— no vino de una app de seguimiento calórico, sino de una rutina culinaria tan sobria como efectiva. Nada de modas pasajeras: la jefa de Estado británica comía para vivir, no vivía para comer.

Isabel II falleció el 8 de septiembre de 2022 en Balmoral, Escocia. Y aunque fue la monarca más longeva del Reino Unido, su vitalidad hasta casi el último día parecía obra de una alquimia secreta... que, en realidad, estaba en su plato.

De complexión menuda, porte elegante y un aura indiscutiblemente regia, Isabel II mantenía una silueta constante, ajena a los vaivenes del metabolismo y la gula. ¿El truco? Nada de pastas, arroz ni patatas en la cena. Exacto: el alimento prohibido por la monarca eran los almidones. Así lo reveló su antiguo chef personal, Darren McGrady, en una entrevista con The Telegraph. Con esa simple regla, la Reina convirtió la frugalidad en una forma de autocuidado —y casi en un arte de Estado.

Eliminar el almidón por las noches, como hacía la soberana, fue una decisión tan consciente como efectiva: estos carbohidratos complejos, presentes en tubérculos y cereales, liberan glucosa de forma progresiva, lo que puede ser útil durante el día, pero innecesario antes de dormir. Su ingesta nocturna, cuando el cuerpo entra en modo reposo, puede favorecer la acumulación de grasa y ralentizar la digestión. Isabel II, que no dejaba nada al azar, optaba por cenar de forma ligera pero nutritiva: pescado con espinacas o calabacín salteado, alimentos ricos en proteínas magras, fibra y micronutrientes esenciales. Y ahí residía su magia para mantenerse delgada sin grandes sacrificios: no necesitaba dietas de moda ni menús exóticos

Según McGrady —quien cocinó para la madre del Rey Carlos III durante más de una década—, no era una gourmet empedernida. «Comía para vivir», decía con naturalidad. Mientras el Príncipe Felipe se deleitaba hablando de salsas y platos con pasión de chef frustrado, ella prefería la eficiencia: platos sencillos, porciones moderadas y productos locales. Sus menús, de hecho, se planificaban con varios días de antelación. Nada de caprichos espontáneos.

Las cenas solían ser casi monacales: pescado blanco con verduras al vapor o salteadas, como espinacas o calabacines. Un dúo sin pretensiones, pero alto en nutrientes, bajo en grasas y perfecto para una digestión sin sobresaltos. A veces, se permitía una ensalada con proteína magra. Y ya. Rica en omega-3, fibra y antioxidantes, esa fórmula binaria fue su verdadera dieta milagro.

Los productos venían directamente de las fincas reales. Urogallo, perdiz, faisán... Las aves de caza eran habituales en sus almuerzos. «Le encantaba que estuvieran en el menú», explicó McGrady. Alta proteína, bajo índice glucémico y sabor de campo. Nada que ver con las cartas gourmet de cinco estrellas: lo suyo era la calidad, no la ostentación.

Eso sí, no todo era disciplina. La soberana del Reino Unido tenía un pequeño punto débil: el chocolate. Pero no cualquiera. Solo aceptaba el más puro, más negro, más amargo. Si no tenía al menos un 70 % de cacao, mejor no servirlo. «El chocolate amargo era su favorito», confesó su chef, cuya mousse de chocolate fue —durante años— el postre con más éxito en palacio.

Los desayunos también seguían la misma línea ascética. Un tazón de cereales, una pieza de fruta y, en ocasiones especiales, huevos revueltos con salmón ahumado y trufa rallada. Pero incluso ahí, la moderación era ley: «Era demasiado ahorrativa como para pedir trufas frescas. Solo las tomaba en Navidad, cuando se las enviaban como regalo».