Diego Hurtado de Mendoza, el probable padre del Lazarillo de Tormes
Fue un ilustre vástago de la más poderosa familia de España en aquel momento histórico, donde el gusto por las letras se unía al de la política, las armas y el poder

Retrato que, posiblemente, representa a Diego Hurtado de Mendoza, de autor anónimo
El Lazarillo de Tormes es una de las piedras angulares de la literatura española. La primera novela en prosa, una trascendental novedad y no solo por las formas, sino todavía más por el fondo, el objeto y los personajes de la narración. Toda una iconoclasta innovación que tuvo, ¿cómo no?, que vérselas con la Inquisición. Ello fue, quizás, la razón primera por la que su autor quiso permanecer anónimo.
Las teorías sobre quién pudo ser su autor son muchas, y cuantos las exponen se afanan en demostrar con pruebas que la suya es la mejor. En la cuestión no existe, por el momento, una definitiva prueba de ADN, pero voy a permitirme apuntar, a tenor de la historia y de los últimos descubrimientos, el nombre de quien puede ser su más que probable creador.
Los nuevos indicios y documentos descubiertos, que los actuales miembros de la familia Mendoza dan por buenos —la actual duquesa del Infantado, la escritora Almudena de Arteaga, así me lo ha corroborado—, resultan muy reveladores. El Lazarillo de Tormes, tras los descubrimientos en el año 2010 de la investigadora Mercedes Agulló, siguiendo pistas que ya lo apuntaban en siglos anteriores, parece tener padre con nombre conocido y muy sonoro apellido: Diego Hurtado de Mendoza. Un ilustre vástago de la más poderosa familia de España en aquel momento histórico, donde el gusto por las letras se unía al de la política, las armas y el poder, como prueban figuras tan importantes como el marqués de Santillana o Garcilaso de la Vega, miembros de aquel linaje también.

Diego Hurtado de Mendoza, portada a sus Obras, Madrid 1770
Puede que sea esto también —el gran peso del apellido— lo que le llevara a no firmarlo, como sí hizo con sus otros trabajos, y publicarlo bajo la protección del anonimato, pues la narración no entraba dentro de los cánones preceptivos de la época, y menos aún de determinados estamentos nobiliarios. Y los protagonistas, tono y peripecias, menos aún.
La atribución de la autoría del Lazarillo a Diego Hurtado de Mendoza no es en absoluto nueva. Ya en el siglo XVII, y sin que hubiera pasado mucho tiempo de su muerte, varios autores —entre ellos el más importante bibliógrafo de la época, Tomás Tamayo, residente en Toledo, donde en su juventud temprana el poeta pasó largas temporadas y por la que siempre mantuvo una especial predilección— le atribuyeron tal merecimiento, que tuvo bastante aceptación y que se consideró casi como probada en el siglo XIX.
Luego cayó casi en el olvido, hasta que en marzo de 2010 la prestigiosa paleógrafa Mercedes Agulló y Cobo descubrió, en un inventario de los papeles de Juan López de Velasco —cosmógrafo en la corte de Felipe II, albacea y amigo de don Diego—, un documento del poeta y diplomático español en el que este anotó un par de líneas que indicaban textualmente: «Legajo de correcciones hechas para la impresión de 'Lazarillo' y 'Propaladia'».

Escena del jarro de vino por Medina Vera
La Propaladia es un texto de su amigo, un autor reconocido, Bartolomé de Torres Naharro, con quien Hurtado coincidió en Italia, para una edición conjunta de ambos textos. Una impresión que, en efecto, y tras haber sido corregida y pasada la censura, se llevó a cabo.
Con la aparición de estos documentos, la autoría de Hurtado de Mendoza recibió un gran espaldarazo, y según Mercedes Agulló, sustentan «una hipótesis seria sobre la autoría del 'Lazarillo', que, fortalecida por otros hechos y circunstancias, apunta sólidamente en la dirección de don Diego».
La referencia al legajo con correcciones del Lazarillo, y que este estuviera entre los documentos de Diego Hurtado de Mendoza depositados en su testamentaría, no es definitiva, pero casi.

Portada de la edición de Medina del Campo de 1554, impresa por Mateo y Francisco del Canto
La gran y primera novela picaresca había visto su primera luz, en vida de su presunto autor, en el año 1554, pero sin llevar firma alguna. Una medida de prevención acertada, pues poco después estuvo ya incluida en el catálogo de los libros prohibidos, aunque ello no impidió la popularidad de la obra, que antes de finalizar el siglo ya llevaba, que se sepa, cuatro ediciones más.
De hecho, la relación y amistad entre Juan López de Velasco y Diego Hurtado de Mendoza pudo tener en su base El Lazarillo, pues fue Velasco el encargado, en 1573, de censurarlo a fin de que la obra pudiera salir del catálogo.
El Mendoza, ya rondando los 70, parece también —por el propio legajo— que participó en las correcciones a la novela original, que se republicó en aquel mismo año como el Lazarillo de Tormes castigado, fórmula que señalaba a aquellos títulos que habían sido objeto de revisión moral. Aquella edición incluía además, y para despejar toda duda, que el libro había sido «impreso con licencia del Consejo de la Santa Inquisición».
Pero ¿quién fue Diego Hurtado de Mendoza, además de miembro de la gran familia nobiliaria? Pues el personaje tiene también mucha enjundia y novela en su propia vivencia.
¿Quién fue Hurtado de Mendoza?
Diego Hurtado de Mendoza y Pacheco nació en la Alhambra en 1504, hijo del Gran Tendilla, segundo conde con tal título y primer alcaide y capitán general de Granada tras su Reconquista. Entre sus hermanos hallamos, entre otros, a varios nombres propios de la historia de España: Luis, el mayor, heredero de los títulos y cargos y gran amigo del emperador Carlos; Antonio, primer virrey de la Nueva España y segundo del Perú; y María Pacheco, la comunera, por la que Diego siempre tuvo mucho afecto y a la que visitó incluso en su exilio portugués.
Fue, como todos ellos, educado siguiendo las pautas familiares de la mejor y más exquisita manera, gozando de los preceptores más capacitados, como Pedro Mártir de Anglería, en un ambiente renacentista selecto y cultivado, pero al tiempo en contacto con otras culturas, cursando luego estudios en la Universidad de Salamanca, ya por entonces —y luego por muchos años— referente universal del saber.

Diego Hurtado de Mendoza
Era un verdadero políglota, pues sabía latín, griego, hebreo y árabe —este aprendido en su infancia granadina—, además de varias lenguas europeas.
No le fueron ajenas tampoco las armas. Siendo muy joven y formando con tropas donde se encontraban familiares cercanos, participó en la batalla de Pavía (1525). El rey francés, Francisco I, sería conducido prisionero al gran palacio solariego de los Mendoza en Guadalajara. Acompañó a Carlos V a su coronación, desembarcando con él en Génova y escoltándolo hasta Bolonia, donde esta tuvo lugar.
Participó también, junto a varios de sus hermanos, en la empresa de La Goleta, y allí reinició el trato con otro pariente con sus mismas aficiones literarias: Garcilaso de la Vega. Sería el mismo quien, durante la invasión española de la Provenza, hubo de asistir a su muerte, permaneciendo a su lado desde que fue herido hasta que exhaló su último aliento (1536).

historias de la historia
Íñigo López de Mendoza y Quiñones, II Conde de Tendilla, el salvador de la Alhambra de Granada
Destacó también en su faceta diplomática. Fue embajador ante la corte inglesa de Enrique VIII (1537) y, según sus propias palabras, no le gustó nada la Gran Bretaña. Fue mucho más placentera y fructífera su época italiana, comenzada ante el dux veneciano, con el objetivo logrado de mantener a la Serenísima en la Liga Santa y evitar que pactara bajo cuerda con los turcos o acabara abrazando a los franceses.
Su periplo italiano duró trece años, pasando por Roma y representando a Carlos I en el Concilio de Trento, lo que prueba la confianza que el rey depositaba en su persona. Fue incluso gobernador en Siena, donde sofocó una sublevación, aunque luego fue acusado de irregularidades financieras. El proceso, solicitado por él mismo para demostrar su inocencia —la lentitud de nuestra justicia tiene hondas raíces—, se prolongó treinta años antes de declararlo absuelto. Fueron, con todo, aquellos años italianos los más felices de su vida. Mantuvo relación con los más afamados escritores y artistas, y pudo atesorar una gran biblioteca, que se haría famosa, así como una hermosa colección de obras y objetos artísticos.
Ya de regreso a España, fue nombrado caballero de la Orden de Alcántara. Entabló amistad con la fundadora de las carmelitas, cuyos escritos apreció mucho, y luego santa, Teresa de Jesús, y siguió con sus misiones internacionales, en este caso en los Países Bajos. Puede que estuviera presente en la batalla de San Quintín.
Fue más tarde, ya bajo el reinado de Felipe II, cuando las convulsiones producidas por los trastornos y la muerte —ya enclaustrado— del príncipe heredero, don Carlos (1568), le amargarían el último tramo de su vida. Una violenta disputa en palacio con Diego de Leiva por esta causa le provocó un gran enfado al monarca, que lo desterró de la corte: primero a Medina del Campo y luego a Granada, donde, junto a su sobrino —el nuevo conde de Tendilla, marqués de Mondéjar y capitán general de la región—, hubo de hacer frente y tomar parte muy activa en los combates contra la sublevación morisca.
Ya en el año 1574 le fue levantado el destierro y, resueltos sus pleitos y desavenencias —la cesión de su biblioteca en testamento al rey Felipe, que acabó y por allí sigue en el Monasterio de El Escorial, parece que tuvo que ver en ello—, pudo de nuevo acceder a la corte. Murió al año siguiente a causa de una gangrena, y a pesar de que le fue amputada la pierna.
No contrajo nunca matrimonio ni se le conocen hijos. Sí hay algunas pruebas epistolares y poéticas de algunos romances. Según todo indica, y más allá de sus obligaciones, disfrutó de una vida alegre en aquella Italia que tanto le complacía.
Según Francisco de Portugal, en su Arte de galantería, durante su etapa de embajador en Roma, «no llevaba otros libros en su portamanteos que 'La Celestina' y el 'Amadís', y decía que hallaba en ellos más sustancia que en las 'Epístolas' de san Pablo».
Entre sus aventuras se encuentran sus amoríos con una bellísima judía veneciana, desde luego muy alejados de los cánones establecidos. También aparece con un seudónimo pastoril, Marfira, protagonista de todo un cancionero petrarquista a ella dedicado. Marina de Aragón, joven dama de la emperatriz Isabel, fue destinataria, tras su muerte, de un sentido poema póstumo. Y poco más se sabe de sus bulliciosas peripecias. También, desde luego, sabía ser discreto.
Uno de los aspectos más relevantes de su personalidad, que se pone de continuo de relieve en su abultado epistolario, es su gran sentido del humor: una mirada siempre jocosa, incluso en los peores momentos —y algunos los tuvo difíciles— en sus disputas con los papas Julio II y Julio III, contra quien hizo todo lo que pudo para que no fuera elegido, dada su filiación francófona.
Esta característica aparece también de continuo en su abundante y prioritaria obra poética, donde la ironía y el tono burlesco afloran con frecuencia. Considerado, junto a su pariente Garcilaso y a Boscán, uno de los introductores del Renacimiento literario en España, se inclinó más por la sátira maliciosa y picante —como en la Fábula del cangrejo—, lo que una vez más apunta a esa autoría del Lazarillo.

Lazarillo de Tormes visto por Francisco de Goya
Su producción poética es muy extensa y fue, en su tiempo, muy apreciada, pero apenas publicó en vida, limitándose a aparecer con poemas suyos en libros de otros autores, como Boscán, que siempre tuvo por él especial predilección —predilección que fue mutua, pues el Mendoza le dedicó su Epístola a Boscán.
También fue apreciado después por algunos de los más grandes escritores. Lope de Vega, el primero, afirmaba: «¿Qué cosa aventaja a una redondilla de don Diego Hurtado de Mendoza?». Cervantes también lo enaltece, poniendo su nombre a uno de sus personajes quijotescos, al que trata con respeto.
Pero, sin duda, el gran motivo de debate y que lo colocaría entre los más importantes escritores de nuestra lengua es su autoría del Lazarillo de Tormes, considerada por tantos como la primera novela moderna en lengua española. Pintores como Goya hallaron inspiración en ella, y ha sido en varias ocasiones trasladada al cine.