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Fresco de la Capilla Sixtina que representa el Concilio de Nicea I

Fresco de la Capilla Sixtina que representa el Concilio de Nicea I

Nicea, 325: la intervención del poder imperial en el primer concilio ecuménico

Constantino fue un emperador enigmático. Fiel heredero de la tradición romana del Imperio, también fue protector del cristianismo y llegó a bautizarse en su lecho de muerte. Su política religiosa estuvo plagada de ambigüedades y dobleces

Poco después de conocer al nuevo Pontífice, León XIV, se anunció su previsto viaje a la antigua ciudad de Nicea, actual Iznik, en Turquía; acontecimiento ya programado por el difunto Papa Francisco. No es para menos: hace 17 siglos que se celebró en esta ciudad el primer concilio ecuménico, una reunión que no ha pasado desapercibida y que ha sido motivo de estudio por parte de la historiografía.

Del puente Milvio al Edicto de Milán

En el 312, en plena crisis de la Tetrarquía, Constantino se dirigió hacia Roma para luchar contra Majencio, quien poseía el control de la península itálica. La noche previa a la batalla del puente Milvio, Constantino tuvo una visión en la que el Dios de los cristianos le ofreció su protección: observó en el cielo un halo de luz y en esa revelación una voz le dijo «con este signo vencerás» (Eus. VC. 1.27-32), y se le mostró el crismón (la conjunción de las dos primeras letras del nombre de Cristo: la ji [χ] y la rho [ρ]). A la mañana siguiente, Constantino salió con un estandarte con el signo revelado y obtuvo la victoria frente a Majencio. Con ella se aseguró el control de toda la parte occidental del Imperio.

Moneda de bronce Constantino I de la ceca de Constantinopla

Moneda de bronce Constantino I de la ceca de Constantinopla

Un año más tarde, en el 313, se establecieron los acuerdos del comúnmente llamado «Edicto de Milán». A raíz de esta reunión, la política del Imperio se reorientó y otorgó un cierto estatus a la Iglesia, pues en ella se reconoció la libertad de culto, tanto para paganos como para cristianos, así como la devolución a la Iglesia de los bienes que se le habían confiscado en persecuciones anteriores. Se trata de una reunión en la que se produjo por primera vez un reconocimiento formal de derecho de libertad religiosa.

Conviene recordar que no es en este momento cuando se produjo la cristianización del Imperio, sino más bien supuso el inicio de la romanización del cristianismo. De esta forma, el Estado se preocupaba de garantizar que el culto se desenvolviera de forma pacífica y ordenada para así preservar la estabilidad y seguridad del territorio romano.

El poder imperial en los asuntos eclesiásticos

El emperador Constantino, como augusto que era, disponía de una serie de títulos que su rango le confería. Entre ellos estaba el de pontifex maximus, que era el máximo exponente del colegio sacerdotal. Por ello, no es de extrañar que quisiera tomar parte en las actividades de la Iglesia cristiana en su afán de mantener la paz y la unidad del Imperio.

Ya entre el 313 y el 314, el posicionamiento de Constantino frente al problema donatista produjo la celebración del concilio de Arlés en el 314. De hecho, la decisión de Constantino de convocar esta reunión supuso un hito en la historia del cristianismo. Por primera vez, un cargo político tomaba la iniciativa de convocar una reunión de obispos, que había sido exclusivo de la jerarquía eclesiástica cristiana.

Más adelante, en el 325 propició la celebración de un nuevo concilio, aconsejado por su asesor religioso Osio de Córdoba, esta vez en Nicea. En este se quería poner fin al debate teológico acerca de la fecha de la Pascua que había entre Antioquía y Alejandría y combatir la herejía arriana, que había surgido en Alejandría en el 318 de la mano de Arrio, quien sostenía que Cristo era intermediario de Dios, pero no participaba de su naturaleza divina.

Constantino y el concilio de Nicea

El concilio se celebró en el palacio imperial de Nicea entre finales de mayo y principios de junio –posiblemente se inauguró el 23 de mayo del 325, aunque tradicionalmente se ha fechado el 20 de mayo–, y duró varias semanas. Fue el primer concilio ecuménico de la historia de la Iglesia. Se reunió a un gran número de obispos, principalmente de Oriente. Se consideró un evento de gran magnitud, puesto que era el primer concilio con pretensiones de totalidad, de universalidad; a diferencia del de Arlés, por ejemplo, que estuvo centrado en una herejía local con su foco en el norte de África.

La presencia de Constantino en este concilio fue comentada por Eusebio de Cesarea, quien describe que el emperador hizo una entrada triunfal en la reunión, vestido con la púrpura y adornado con oro y piedras preciosas, y fue quien la presidió y pronunció el discurso inicial (Eus. VC. 3.10-11). Si bien, no se puede tomar esta fuente literaria al pie de la letra, pues se trata de una visión sesgada de los acontecimientos de la época, resulta llamativa la presencia y simbología ofrecidas por Constantino en este concilio.

En este concilio se estableció el credo niceno, rechazando así las teorías de Arrio. Sin embargo, no se consiguió solventar las diferencias de opinión entre las facciones enfrentadas, pues en el 326 la herejía arriana volvió a germinar y no fue hasta el 381, en el primer concilio de Constantinopla con el credo niceno-constantinopolitano, cuando se condenó de manera definitiva.

Aunque con el edicto de Milán se proclamó la libertad de culto, durante el gobierno de Constantino se favoreció la religión cristiana otorgando privilegios a la Iglesia y se fueron imponiendo restricciones al culto pagano de forma paulatina. En el ámbito del cristianismo, Constantino se vio a sí mismo como «obispo universal designado por Dios» (Eus. VC. 1.44, 4.24), pues él, en su cargo de emperador, no dejaba de ser el máximo pontífice, título que mantuvo hasta su muerte (Zos. 4.36.4.). Poco después de Constantino, los emperadores dejaron de ostentar de forma pública el título de pontifex maximus.

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