Miguel de Cervantes, un héroe en las mazmorras de Argel
Hasán Bajá lo hizo encerrar en una lúgubre mazmorra donde, cargado de cadenas y sometido a muchas privaciones y no pocos castigos, pasó cinco meses
Cervantes ante Hassan Pasha en Argel
El comportamiento de Miguel de Cervantes en su cautiverio de Argel fue el de un verdadero héroe. Los testimonios directos de otros cautivos y los hechos reflejados en diversos documentos oficiales dan buena fe de ello, como el libro publicado por Fray Diego de Aedo, escrito, parece, por Antonio de Sossa, un benedictino compañero en la prisión.
Es también muy evidente —y así ha sido señalado por los estudiosos de su vida y su obra, como Alonso Zamora Vicente—, quien señala aquellos casi cinco años como un «hecho primordial en su vida que la divide en dos mitades» y que, además, en palabras de Juan Goytisolo, «están en el núcleo central de la gran invención literaria» que crearía después.
Las referencias a aquella terrible época de esclavitud asoman por muchos de sus escritos: en sus comedias Los baños de Argel y El trato de Argel, así como en La Galatea, Los trabajos de Persiles y Sigismunda y en el mismo Quijote, en su primera parte, en el relato llamado «Historia de un cautivo».
Intentó fugarse cuatro veces. Fracasados, en varios casos por delación, sus planes, asumió la total responsabilidad para salvar de represalias a sus compañeros, sufriendo él los castigos y las torturas. La primera vez, al año siguiente de llegar a tierra africana, junto a su hermano y un grupo de prisioneros, sobornaron a un moro para que por tierra y a pie los condujera hasta Orán, que estaba en manos españolas. Comenzaron el camino, pero en la primera noche el moro los abandonó y, perdidos y sin saber hacia dónde dirigirse, hubieron de regresar a Argel. Aquello les costó el ser encadenados y vigilados ahora mucho más estrechamente.
Los piratas habían establecido el precio de su libertad, suponiéndolo persona de categoría por las cartas de Juan de Austria que llevaba consigo, en 500 ducados de oro, y un precio algo menor por su hermano Rodrigo. Sus padres, en Madrid, hicieron un gran esfuerzo, vendiendo gran parte de sus bienes y pidiendo en préstamo, y lograron reunir una cierta cantidad que entregaron a los trinitarios encargados de aquellos tratos.
Llegaron a Argel en el año 1577 y, como la suma no alcanzaba para liberar a Miguel, este mismo decidió que se intentara con ella únicamente el rescate de Rodrigo, lo que a la postre consiguieron, siendo este puesto en libertad y regresando ya a España.
Pero Miguel tenía con ello trazado su segundo plan de fuga. Con Rodrigo había tramado que, una vez llegado a tierra española, fletara una galera que se acercara a cierto lugar de la costa argelina y lo recogiera junto a 15 prisioneros más conjurados con él, que los aguardarían ocultos en una cueva del litoral.
Cuadro del artista Antonio Muñoz Degrain quien imaginó así la presentación del prisionero Miguel de Cervantes ante el bey de Argel
El cómplice era un melillense llamado 'El Dorador', que conocía el emplazamiento y los conduciría hasta él. Se puso en marcha el plan y la galera intentó acercarse a la costa, pero no pudo llegar tan cerca como para que pudieran subir a bordo, y cuando lo volvió a intentar resultó que naves piratas vinieron hacia ella y la apresaron. Al tiempo, tropas del bey de Argel, el veneciano renegado Hasán Bajá, llegaban hasta la cueva donde se ocultaban los fugados y los apresaban a todos. «El Dorador» los había delatado.
Conducido ante él, Miguel de Cervantes asumió toda la responsabilidad y ser el único organizador de la intentona. El bey lo hizo encerrar en el «baño», los baños de Argel, o sea, una lúgubre mazmorra donde, cargado de cadenas y sometido a muchas privaciones y no pocos castigos, pasó cinco meses.
Pero no consiguieron quebrar su espíritu. En cuanto salió del «baño» lo volvió a intentar, retomando el primer plan de lograr llegar por tierra a la plaza española de Orán. Para ello, envió con un moro cartas para su gobernador, el general Martín de Córdoba, en las que le pedía guías para poder llegar. Los hombres del bey, alerta, lo capturaron y descubrieron las misivas.
Llegada de Cervantes como cautivo a Argel según un grabado historicista del siglo XIX
En ellas se demostraba la autoría de Cervantes, que, otra vez llevado a presencia de Hasán Bajá, fue condenado a recibir 2000 palos, un castigo que en la mayoría de los casos podía resultar letal. Sin embargo, el español se había labrado ya toda una reputación en Argel y fueron muchos quienes intercedieron por él. Finalmente, el castigo no se ejecutó.
Y Cervantes volvió a intentarlo una vez más. Esta vez fue gracias a un mercader valenciano, que estaba de negocios en Argel y que, sabedor de sus intentos y peripecias, le entregó una fuerte suma de dinero para que pudiera escapar. En esta ocasión la fuga iba a ser masiva, pues Miguel consiguió comprar una galera para que en ella pudieran embarcar 60 cautivos más. Todo parecía ir bien cuando se produjo la catástrofe.
Uno de los que iban a participar, un ex dominico llamado Juan Blanco de Paz, le delató ante Hasán Bajá. Como recompensa, el traidor recibió un escudo y una jarra de manteca, y Cervantes, que otra vez asumió la autoría personal del plan, fue encadenado de nuevo y llevado a una prisión más segura, en el propio palacio del bey.
Este decidió, además, que la mejor solución para acabar con sus intentonas era enviarlo a la capital otomana, a Constantinopla, de donde tendría casi imposibilidad total de escapar. Era ya mayo de 1580, a punto de cumplirse el lustro desde que había sido apresado, cuando llegó a Argel un nuevo grupo de padres mercedarios y trinitarios para liberar cautivos, incluso intercambiándose por ellos.
Uno de ellos, Fray Juan Gil, que disponía de 300 escudos que la familia de Cervantes había conseguido reunir, trató de rescatarlo. Pero su precio eran 500. No cejó. Fue pidiendo ayuda a todos los mercaderes cristianos que había en la ciudad y consiguió reunir, cuando ya se cumplía el límite de tiempo —pues Cervantes estaba ya embarcado en la galera ya presta a zarpar que le iba a conducir a la lejana capital otomana, sujeto con «dos cadenas y un grillo»—, la suma necesaria.
Fue liberado el 19 de septiembre de 1580 y el 24 de octubre regresó, al fin, a España por el puerto de Denia, con otros cautivos también rescatados. A finales de noviembre, tras pasar por Valencia, consiguió al fin reunirse con su familia en Madrid.
Miguel de Cervantes tenía ya 33 años cumplidos y no había pisado España desde hacía 11, cuando salió a escape para Italia. Su familia estaba en la ruina tras los esfuerzos por rescatarlo. Su padre, ya viejo y sordo, mantenía como podía a su madre y dos de sus hermanas, Andrea y Magdalena. Una tercera, Luisa, era monja carmelita descalza en Alcalá. Rodrigo había vuelto al ejército y estaba en Portugal, incorporado de nuevo al Tercio de Lope de Figueroa, en el que habían servido los dos.
Miguel ya no podía hacerlo, tanto por las heridas sufridas —la mano le había empeorado y los «baños» de Argel lo habían quebrado bastante—, como por la edad y, aunque había comenzado ya a escribir, las letras no ofrecían posibilidades económicas reales para quien era un perfecto desconocido, sin ningún libro publicado y que carecía de licenciatura ni título universitario alguno.
Miguel de Cervantes imaginando 'El Quijote' de Mariano de la Roca y Delgado
Así que partió, a principios del año 1581, hacia donde estaba la Corte de Felipe II, que en aquel momento se encontraba en Lisboa, pues el rey español lo era ya también de aquella nación y su imperio colonial. Pretendía algún pago por lo sufrido y algún empleo a través del cual reemprender su vida y poder pagar las deudas familiares. No fue mucho, pero no se fue con las manos vacías. Recibió cincuenta ducados y una misión secreta en Orán, que se le encomendó por su sobrada experiencia en el norte de África.
La culminó con éxito y fue recompensado por ella, regresando a Madrid a finales de año. A principios del siguiente solicitó empleo en América, pero no había vacantes y se le denegó.
Fue por entonces cuando sabemos de su primera relación amorosa reconocida, que no pudo concluir en matrimonio por la sencilla razón de que ella estaba ya casada, pero que sí fructificó en una hija. Ella fue Ana Villafranca de Rojas, mujer de un tabernero llamado Alonso Rodríguez.
La niña, bautizada como Isabel Rodríguez y Villafranca el 9 de abril de 1584 en la parroquia de los Santos Justo y Pastor de Madrid, no fue reconocida por los Cervantes sino cuando quedó huérfana y fue recogida por su tía Magdalena. Un año después, en 1600, cuando la muchacha tenía ya 16 años, fue cuando Miguel la reconoció como hija suya y pasó a ser conocida como Isabel de Saavedra.
A la par que en aquellos amoríos, Miguel se había puesto en serio y con pasión a escribir. Se encontraba por aquel entonces, para febrero de 1582, escribiendo La Galatea, su primera parte, pues tenía previsto hacer una segunda, algo que quiso hacer siempre pero que jamás completó. Era una novela pastoril, en verso, que firmó como Miguel de Cervantes Saavedra, añadiendo este segundo apellido, que no era el materno —pues su madre se llamaba Leonor de Cortinas—, pero sí tenía raigambre familiar y era usado por los Cervantes establecidos en Andalucía, donde algunos habían conseguido cierto rango, entre ellos un pariente lejano, Gonzalo Cervantes Saavedra, que también estuvo en Lepanto.
Como telón de fondo aparece una anterior familia común sevillana, esforzados combatientes fronterizos contra los moros hispanos, de cuyo adalid, Juan de Sayavedra —celebrado en los romances y también cautivo de los musulmanes—, Miguel pudo sentirse, por su peripecia, descendiente moral suyo. Son estas las razones y pruebas aportadas por la hispanista María Antonia Garcés, que resultan las más convincentes y que atribuyen la adopción del apellido a la reinvención que el propio Cervantes hace de sí mismo. Es el nombre de su héroe en su obra El trato de Argel y de los protagonistas de El gallardo español y de La historia del cautivo, incorporada al Quijote. La huella de los años de esclavitud seguiría siempre viva en su memoria.
Pero el soldado Cervantes era ya pasado, y el Cervantes escritor comenzaba a intentar alzar el vuelo. El camino iba a ser casi aún más difícil que aquel primer sueño de juventud que estuvo a punto de alcanzar: el de capitán de los tercios, que frustró su prisión y esclavitud en Argel, de la que una y otra vez intentó escapar.
El cautivo ese que ahora aparece en las pantallas de los cines tiene muy poco que ver —más bien nada— ni con su biografía ni con sus pasiones. Más bien parece una nueva usurpación de su nombre. Ya se lo hicieron con un Quijote falso en su tiempo, que le obligó a escribir la segunda parte: una ensoñación del propio director Amenábar para comparecer disfrazado de él.