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16 de mayo de 2024

Ataque a una refinería en Odesa, Ucrania

Una columna de humo en una refinería en Odesa, Ucrania provocada por un bombardeo rusoEFE / Manuel Bruque

Análisis

Odesa, las claves de un bombardeo

¿Qué persigue el líder ruso atacando una ciudad hoy muy lejos del frente, a la que hasta ahora ha sido incapaz de acercarse por tierra o por mar?

Ha transcurrido ya casi un mes desde que Rusia anunció al mundo que la invasión de Ucrania entraba en una nueva fase, en la que sus fuerzas se centrarían en la «liberación» del Donbás. Y, sin embargo, los ciudadanos de Odesa han vivido el pasado fin de semana los peores ataques aéreos de la guerra.
Los impactos de los misiles rusos en la perla del mar Negro han contribuido a crear cierta inquietud entre la opinión pública mundial. ¿Intenta de verdad Putin conquistar todo el sur de Ucrania y alcanzar Transnistria, la región prorrusa de Moldavia? Si no es así, ¿qué persigue el líder ruso atacando una ciudad hoy muy lejos del frente, a la que hasta ahora ha sido incapaz de acercarse por tierra o por mar?
Hay dos razones para bombardear una ciudad que, si se toman todas las medidas posibles para reducir el riesgo para los civiles que viven en ella, son compatibles con el Derecho Internacional Humanitario.
La primera de ellas es que existan en la ciudad atacada objetivos militares suficientemente valiosos. Es obvio que, en tiempos de guerra, los centros de mando del Ejército enemigo y sus fábricas de armas son, cualquiera que sea su ubicación, blancos legítimos. La segunda razón resulta igualmente obvia: que la conquista de la propia ciudad, por su situación en el frente, sea de por sí el objetivo de las operaciones.
Aun cuando la invasión de Ucrania es contraria a todo derecho, Mariúpol, la segunda ciudad de la república del Donetsk, es un objetivo militar legítimo. Por desgracia para sus habitantes, su privilegiada situación la ha convertido en campo de batalla.
En sus calles y en sus fábricas se enfrentaban – y se enfrentan todavía– rusos y militantes prorrusos contra los tenaces defensores ucranianos, particularmente motivados tras ocho años de guerra civil. En esas circunstancias, ya sea para reducir las bajas de sus soldados o, más probablemente, para ganar tiempo en una campaña que Putin quiere corta, el Kremlin ha preferido apostar por someter a la ciudad mediante bombardeos indiscriminados, realizados con armas que no tienen la precisión suficiente para distinguir un reducto enemigo de un teatro, un hospital o un colegio. ¿Crimen de guerra? Probablemente sí, aunque sería uno de esos crímenes de los que solo responden las potencias vencidas.
El caso de Kiev, Odesa o Leópolis es, sin embargo, muy diferente. El Ejército ruso ha abandonado toda pretensión de conquistar estas ciudades, muy lejanas a los actuales campos de batalla. Putin justifica los recientes bombardeos asegurando que solo busca la destrucción de objetivos militares. Pero esa excusa, que pudo ser creíble en las primeras semanas de la guerra, parece hoy muy dudosa.
Después de haber lanzado centenares de misiles sobre ellas, ¿quedan en las grandes ciudades ucranianas objetivos militares tan valiosos que justifiquen el riesgo de bajas civiles? Si así fuera, ¿por qué no fueron atacados antes?

Los bombardeos masivos de las ciudades tenían como bárbaro objetivo destruir la moral de combate de sus habitantes

Existe una tercera razón para el ataque a núcleos urbanos, hoy prohibida por la convención de Ginebra, pero que se dio por buena en la Segunda Guerra Mundial. Los bombardeos masivos de las ciudades británicas primero, y alemanas o japonesas después, tenían como bárbaro objetivo destruir la moral de combate de sus habitantes, algo que entonces se juzgaba suficientemente valioso como para justificar decenas de miles de vidas de hombres, mujeres y niños.
Décadas después, no es solo el derecho internacional el que prohíbe estos bombardeos. Es que ahora sabemos que, casi siempre, son contraproducentes. La historia nos enseña que los pueblos agredidos rara vez se rinden antes de combatir en sus campos y sus calles. Lo ocurrido en la arrasada Mariúpol no es diferente de lo que antes había pasado en Londres, Hamburgo o Hanoi.
No es, pues, la lógica militar lo que está detrás de los recientes bombardeos de Odesa y otras ciudades ucranianas. Más bien es la frustración de un liderazgo ruso que no parece entender del todo por qué la invasión de Ucrania en 2022 ha sido tan diferente de la de Checoeslovaquia en 1968. Más bien es la necesidad de hacer creer a los soldados rusos que mueren en el campo de batalla que algo se está haciendo para interrumpir la llegada de las armas occidentales que les están matando.
Más bien es la represalia que muchos ciudadanos rusos esperan de sus líderes, para castigar a los ucranianos por haber provocado el fracaso del ataque a Kiev, el retraso en la conquista de Mariúpol o la pérdida del crucero Moskva.
En definitiva, los civiles muertos en Odesa durante el pasado fin de semana no proporcionarán ninguna ventaja táctica a Rusia ni acelerarán una solución negociada del conflicto ni facilitarán la invasión. Son las víctimas, seguramente deliberadas, de la venganza de Putin porque, en Ucrania, por mucho que se esfuerce para negarlo, nada ha salido de acuerdo con su plan.
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