
Unas personas en Teherán ven como caen misiles sobre la ciudad
La trampa de Israel para acabar con la cúpula militar de Irán: así planearon su gran ofensiva
Durante más de tres décadas, Israel ha estado preparando en la sombra uno de los golpes militares más complejos y ambiciosos de su historia. Espionaje, sabotajes, infiltraciones y tecnología de vanguardia se han combinado en una estrategia que no solo buscaba frenar el avance del programa nuclear iraní, sino también desarticular el corazón del aparato militar de la República Islámica. Todo eso ha desembocado en una ofensiva sin precedentes, una operación quirúrgica planificada al milímetro que no solo dañó instalaciones clave, sino que también eliminó a gran parte de la cúpula de mando del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica.
La madrugada del viernes, Israel puso en marcha la «Operación León Ascendente», un ataque aéreo masivo contra al menos 15 puntos estratégicos del territorio iraní. Fue una acción coordinada por su Fuerza Aérea, con apoyo encubierto del Mosad sobre el terreno, que incluyó desde bombardeos convencionales hasta la activación de drones explosivos escondidos en Irán desde hace meses. Más allá del músculo militar desplegado, el golpe letal también tuvo un componente clave, una trampa de Inteligencia cuidadosamente diseñada para concentrar a los principales líderes iraníes en un único lugar.
Durante semanas, las agencias de Inteligencia israelíes y sus aliados difundieron discretamente indicios de que se estaba gestando un ataque, pero no inminente. La señal era clara: Israel presionaba para disuadir a Irán antes de la próxima ronda de negociaciones nucleares con Estados Unidos, prevista para ese mismo domingo en Omán. Para los altos mandos iraníes, era una estrategia previsible y ya conocida. Según fuentes internas citadas por medios estadounidenses, como The New York Times, la cúpula de Teherán interpretó esas advertencias como mera propaganda y optó por mantener su ritmo de operaciones.
Ese exceso de confianza fue el primer error. El segundo fue estratégico: pese a las alertas internas, varios generales clave de la Guardia Revolucionaria decidieron reunirse la noche anterior al ataque en un centro de mando subterráneo en Teherán. La cita era urgente, pero no secreta. Se trataba de un encuentro para coordinar posibles respuestas ante un eventual bombardeo israelí. Lo que no sabían es que la información sobre esa reunión había sido filtrada —o incluso propiciada— por agentes israelíes infiltrados en sus propias filas.
Israel sabía exactamente cuándo y dónde se encontrarían sus enemigos. A las 02:58 de la madrugada, los primeros cazas israelíes cruzaron los cielos hacia Irán. El objetivo prioritario no eran solo los sitios nucleares de Natanz o Fordo, sino las personas dentro de aquel búnker. Allí, junto a altos responsables del programa de misiles, se encontraba Amir Ali Hajizadeh, comandante de la Fuerza Aeroespacial de la Guardia Revolucionaria; el jefe del Estado Mayor, Mohammad Bagheri; el comandante del Mando de Emergencia, Gholam-Ali Rashid; y el poderoso Hossein Salami, jefe de la Guardia Revolucionaria. Ninguno sobrevivió.
Una operación preparada durante años
Desde 2022, Israel venía incrementando su presupuesto militar con el objetivo claro de prepararse para una operación a gran escala contra Irán. Más de 1.300 millones de euros fueron destinados a entrenamiento, refuerzos logísticos y la integración de nuevos sistemas ofensivos y defensivos. Al mismo tiempo, el Mosad reforzó su presencia en territorio iraní, infiltrando células que no solo vigilaban movimientos de personal y material militar, sino que también introducían armas, drones y explosivos listos para ser activados el día de la operación.

Irán atacó Tel Aviv como represalia
La «Operación León Ascendente» incluyó cerca de 200 cazas que atacaron de manera sincronizada desde distintos vectores: bases militares en Isfahan, Parchin, Shiraz, Tabriz, Arak o Qom; instalaciones subterráneas como Fordo; y centros neurálgicos del comando militar. Mientras tanto, dentro de Irán, los drones infiltrados atacaban plataformas de lanzamiento de misiles balísticos, y vehículos camuflados con sistemas de guerra electrónica neutralizaban defensas antiaéreas.
La gran sorpresa para Irán fue el momento del ataque. Lo esperaban, pero no tan pronto. «Israel no atacará antes de las conversaciones», repetían altos mandos en mensajes internos, confiando en que habría una ventana diplomática antes de que estallara un conflicto abierto. Fue una lectura errónea, alimentada por una campaña de desinformación israelí cuidadosamente orquestada. Esa percepción errónea impidió que muchos responsables militares se refugiaran en casas seguras. Algunos incluso permanecieron en sus propios domicilios, donde también fueron alcanzados. El resultado fue devastador, con la pérdida de decenas de oficiales —al menos 20 altos mandos y nueve científicos nucleares— .
Israel ha golpeado con fuerza y precisión, pero no ha cerrado aún el capítulo. Según declaraciones del primer ministro Benjamin Netanyahu, el objetivo no era la caída del régimen iraní, sino «prevenir una amenaza existencial para el pueblo de Israel». Y lo ha hecho siguiendo una doctrina ya mostrada en el pasado y es que ningún país que amenace la existencia de Israel puede poseer armamento nuclear. La gran diferencia, esta vez, es que Irán no es un país aislado, y el equilibrio regional es mucho más volátil. Con Hezbolá debilitado, la guerra en Gaza en curso y las tensiones con Estados Unidos en el aire, el tablero se ha vuelto más incierto que nunca.