Llegados a este punto en Venezuela: ¿con qué se hará el duro Maduro?
¿Puede un régimen proclamarse soberano cuando su supervivencia económica depende de actores extranjeros a los que acusa públicamente de asedio?
Nicolás Maduro, saludando en un acto público de juramentación de su buró político, en Caracas
La historia de los regímenes autoritarios demuestra que, llegado cierto punto, la retórica de fortaleza deja de ser un instrumento de disuasión y se convierte en una confesión de debilidad. Cuando el poder necesita reiterar que «resistirá llueva, truene o relampaguee», suele hacerlo porque ha perdido la capacidad real de controlar los acontecimientos. Venezuela parece haber entrado en ese momento histórico.
El mandato soberano expresado por los venezolanos el pasado 28 de julio no fue un gesto simbólico ni una consigna emocional. Fue una declaración política en los términos más clásicos del pensamiento democrático: la voluntad popular como fuente exclusiva de legitimidad. Desde entonces, el régimen de Nicolás Maduro ha intentado «gobernar» contra ese mandato, sustituyendo la soberanía ciudadana por una mezcla de coerción interna y dependencia externa.
La pregunta que hoy se impone no es si Maduro intenta «hacerse el duro», sino con qué recursos reales cree poder sostener esa dureza. El lenguaje del poder cuando se acaban los eufemismos delata. Las recientes declaraciones del presidente Donald Trump, más allá del estilo que lo caracteriza, deben leerse con la frialdad analítica que exige la política internacional. Cuando un jefe de Estado afirma que conversó con petroleras «para cuando caiga Maduro» y advierte que «si se hace el duro será la última vez que lo haga», no está improvisando frases: está delimitando escenarios.
Estados Unidos ha dejado de tratar al régimen venezolano como un problema diplomático manejable y lo ha colocado en la categoría de amenaza vinculada al narcotráfico transnacional. La incautación de embarcaciones, la retención de crudo que se pretende traficar irregularmente y los ataques selectivos en el Pacífico oriental no son hechos aislados; forman parte de una estrategia de presión que apunta directamente a la fuente de financiamiento del poder autoritario.
En términos metafóricos, al régimen se le está cerrando el oxígeno mientras sigue declamando fortaleza desde un podio cada vez más estrecho. Maduro afirma que resistirá el «bloqueo», pero los hechos revelan una contradicción insalvable. Mientras su Asamblea Nacional, desprovista de legitimidad, aprueba leyes que criminalizan la libertad de navegación con penas de hasta 20 años de prisión, un buque de Chevron zarpa desde Venezuela hacia Estados Unidos cargado de petróleo, y el propio Maduro garantiza que esos contratos se cumplirán «llueve, truene o relampaguee».
Venezuela y Chevron
¿Puede un régimen proclamarse soberano cuando su supervivencia económica depende de actores extranjeros a los que acusa públicamente de asedio? La imagen es clara: un poder que grita independencia mientras firma cheques de dependencia. La disminución de las exportaciones, los tanqueros que dan vuelta en «U» en alta mar y las denuncias de supuestos ciberataques en PDVSA son síntomas de un sistema que ya no controla ni sus flujos básicos.
Otro indicador clave del agotamiento de un régimen es el comportamiento de sus aliados. China protesta en foros internacionales, pero se abstiene de intervenir. Rusia ofrece respaldo retórico, mientras evacua silenciosamente a las familias de sus diplomáticos en Caracas. En el Caribe, Caricom se fractura, y países como Trinidad y Tobago rechazan abiertamente alinearse con un proyecto que perciben como una carga heredada de viejas deudas petroleras. En política internacional, los silencios pesan más que los discursos. Y el silencio operativo de estos actores revela que nadie está dispuesto a hundirse con Maduro.
Lo que hoy ocurre no es improvisación ni casualidad. Es la confirmación de lo que María Corina Machado y Edmundo González advirtieron en Oslo: la transición venezolana no sería un evento súbito, sino un proceso de desgaste acumulado, donde el régimen perdería apoyo, recursos y margen de maniobra hasta quedar aislado. Maduro intenta mostrarse duro, pero ya no controla el tablero. Se asemeja a un jugador que golpea la mesa cuando la partida está decidida, confiando en que el ruido sustituya a las fichas que ha perdido.
La verdadera pregunta no es si Maduro se hará el duro, sino cuánto tiempo más podrá sostener una dureza sin sustancia. Sin legitimidad interna, sin aliados comprometidos y con sus fuentes de financiamiento bajo asedio, el régimen se enfrenta a la consecuencia inevitable de haber gobernado contra su propio pueblo. El mandato del 28 de julio sigue allí, intacto, como una deuda histórica que no prescribe. Y la historia enseña que cuando un poder ya no puede prometer futuro, comienza a desmoronarse desde dentro, aunque aún grite consignas de fortaleza.