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05 de mayo de 2024

Alex Fergusson
Alex FergussonEl Debate en América

La reversión de las democracias: cuando las mafias se hacen con los Gobiernos

El resultado es que el país, particularmente el extenso territorio que limita con Colombia, las áreas mineras del Estado Bolívar y los barrios de las ciudades del país, está en manos de grupos delictivos que dominan espacios territoriales

Actualizada 07:26

El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, ondea una bandera nacional durante una manifestación de apoyo a su gobierno en Caracas

Nicolás Maduro ondea una bandera nacional durante una manifestación de apoyo a su gobierno en CaracasAFP

En un reciente libro colectivo coordinado por la politóloga venezolana Paola Baustista de Alemán (Las transiciones de la democracia, Forma, 2023), se afirma que «las reversiones democráticas están a la orden del día… como procesos sostenidos de erosión institucional que han favorecido la aparición de nuevas formas de autoritarismos».
Así fue como Venezuela pasó progresivamente, entre 1998 y el 2023, de la democracia a la dictadura, y se convirtió en pionera del desmantelamiento degradante de la estructura del Estado y en ejemplo perverso para Hispanoamérica.
Esta condición actual del Estado venezolano tiene expresión evidente en su incapacidad genética para hacer lo que le corresponde en los ámbitos económico, social y político propios de un Gobierno, pero con muy alta eficiencia para reprimir a la disidencia política y torcerlo todo para permanecer en el poder «como sea».
La dinámica criminal que se instaló, sustituyó los modos ordinarios de funcionamiento en una democracia, por las maneras e interacciones propias de las mafias, que transforman todas las instancias en espacios que se prestan para la corrupción, el negociado y el enriquecimiento personal, por medio de actividades ilícitas como el narcotráfico, el extractivismo de los recursos naturales –principalmente los mineros– y cualquier otro que permita hacer negocios, como los alimentos, las medicinas, las armas y hasta las personas.
La degradación criminal del Estado se muestra de distintas maneras y en distintos ámbitos.
Un vistazo a los últimos 20 años del gobierno del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) ha dejado claro que la voluntad de permanecer en el poder «para siempre», lo ha llevado a desarrollar estrategias diversas de ejercicio de la violencia, tanto física como psicológica.
Tal estrategia va desde la desnaturalización de las funciones y sentidos de las Fuerzas Armadas Nacionales, convertidas ahora en un partido político armado, todo ello bajo la supervisión de los servicios de Inteligencia de Cuba, y más recientemente de Irán y Rusia. Pasando luego por el abierto respaldo a la guerrilla colombiana de las FARC y el ELN, para que actúen como retaguardia armada a lo largo de toda la frontera con el país vecino; también, la organización de grupos armados civiles bajo el nombre de «colectivos» y ahora denominados UPPAZ (Unidades Populares para la Paz), el apoyo a organizaciones criminales, fuera y dentro de las cárceles y la creación de «cuerpos policiales de tarea», con permiso para matar.

El propósito es someter de forma progresiva pero permanente a la población

A todos esos núcleos armados se les ha asignado espacios geográficos, espacios de negocio y actividades específicas de defensa. También se les otorgó impunidad para sus actividades delictivas y se les asignó la tarea de primer anillo de choque contra la población civil, en caso de que esta se rebele o simplemente proteste públicamente, como estamos viendo.
El propósito es, obviamente, someter de forma progresiva pero permanente a la población, bloquear las actividades de la oposición política e impedir las manifestaciones de descontento.
Luego está la violencia en forma de maltrato, acoso o coerción social, ejercida contra periodistas y medios de comunicación (más de 60 emisoras cerradas solo este año), educadores, gremios profesionales y sindicatos, universidades, trabajadores del sistema de salud, comercios y empresas privadas de producción y servicios, ONG y fundaciones privadas, enemigos políticos y la población en general cuando protesta, cuya expresión más abyecta es el uso de la tortura y el asesinato que ejerce la policía política.
Para rematar, la violencia psicológica ejercida a través de la amenaza directa, la indiferencia ante el delito y la inseguridad personal, la inseguridad jurídica, el marco legal punitivo creado a tal efecto, la violencia de los bajos salarios, el deterioro de los servicios públicos, y las alcabalas policiales en calles y carreteras que piden «regalos» en moneda extranjera o en especie, para permitir continuar el camino.
A esto hay que agregarle la angustia generada por la información confusa, intencionalmente maliciosa o políticamente manipulada; las crisis emocionales de los familiares de niños y adultos que fallecen por no recibir atención médica, todo lo cual ha causado un aumento significativo en los suicidios, casos de estrés, crisis de ansiedad y depresión.
También se ha fomentado la invasión de edificios en el centro y otros lugares de las principales ciudades, para instalar allí a las referidas bandas armadas que son movilizadas cuando hay manifestaciones populares de protesta o actividades de organizaciones políticas de la oposición.
Agreguemos ahora, la reciente persecución desatada contra líderes de la oposición (más de una docena de detenidos o solicitados), con la excusa de participar en intentos de magnicidio.
Finalmente, es inevitable señalar que el ejercicio de la violencia en todas las formas señaladas, ha influido de gran manera en la emigración de más de siete millones de venezolanos.
El resultado es que el país, particularmente el extenso territorio que limita con Colombia, las áreas mineras del Estado Bolívar y los barrios de las ciudades del país, está en manos de grupos delictivos que dominan espacios territoriales, en los cuales las Fuerzas Armadas tienen prohibido incursionar y la institucionalidad junto con la ley no se aplica. Esto es lo que ocurre cuando las mafias se hacen gobiernos.
Entonces, tiene razón la autora cuando concluye diciendo que «el verdadero desafío estructural de una eventual transición hacia la democracia en nuestro país, será la gestión de la cultura y la dinámica criminal que han cooptado las instancias fundamentales del Estado» y, agregaría, de todos los espacios de la vida de la sociedad.

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