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Alfred Brendel

Alfred BrendelEl Debate

Alfred Brendel (1931-2025)

El intelectual del piano que escribía como los ángeles

Con 17 años, y tras haberse formado en Zagreb, Graz y Viena, debutó en la capital austriaca y desde entonces tuvo una carrera formidable, presentándose a menudo prácticamente en los más distinguidos auditorios y festivales de todo el mundo, también en España

Alfred Brendel
Nació en Wiesenberg, Moravia, el 5 de enero de 1931 y murió en Londres el 17 de junio de 2025

Alfred Brendel

Pianista y escritor

Con Edwin Fischer llegó a estudiar en alguna clase particular, aunque él mismo reconoció que, después de los 16 años, jamás tuvo un maestro.

La parca, siempre activa sobre todo durante las vacaciones o ante su inminencia, acaba de llevarse, esta vez, a Alfred Brendel, a los 94 años. Retirado desde hace ya algún tiempo de los escenarios, en cambio seguía mostrándose aún muy activo como escritor, casi hasta el último soplo.

En España, sus siempre interesantes libros, donde solía desplegar al mismo tiempo abundantes gotas de un sutil sentido del humor, unidas a sus sólidos conocimientos no solo del piano, sino del arte musical y la cultura, solía publicarlos, aquí, Acantilado. En Alemania e Inglaterra también se dio a conocer como poeta.

En una de estas obras, «De la A a la Z de un pianista», Brendel (Wiesenberg, Moravia, 5 de enero de 1931), reunió sus interesantes, a ratos audaces, comentarios sobre aspectos técnicos de su profesión como la partitura, el pulso o el empleo del pedal, y juicios en torno a Bach, Beethoven o Brahms, tres de sus compositores de cabecera, junto a Mozart.

Por el medio, el intérprete destila ironía a raudales, como cuando le dedica una entrada a la palabra Amor, parte de su heterodoxo diccionario: «¿Acaso hay músicos que no amen la música? Me temo que sí. ¿Y hay intérpretes que no amen al compositor? Pues claro que sí. El compositor es nuestro padre. Un intérprete que no ama a su padre y que contraría sus intenciones y deseos debería convertirse en compositor», refiere su agudeza.

La misma que se permite a la hora de disculparse, no sin cierto apuro, de lo que reconoce como uno de sus primordiales defectos, su escasa predilección por los compositores del siglo XX en adelante: «El hecho de que unos pocos compositores, en 1908-1909, se atrevieran por primera vez a extraer consecuencias de la disolución de la tonalidad fue una proeza que no sé admirar lo suficiente».

Para Brendel, «hasta el siglo XX, el cantabile, el canto, ha sido el corazón de la música». A partir de ahí, algo se quiebra en la hasta ese instante fluida comunicación entre muchos de los nuevos creadores y el público al que teóricamente irían destinadas esas obras con los resultados de sobra conocidos.

En buena medida, la música ha dejado de constituir un elemento central en la cultura, destinada en principio a amplias capas sociales, para refugiarse, en lo que respecta a la composición contemporánea, en ciertos espacios reducidos para consumo de especialistas. Contra eso clamaba Brendel, aunque lo hiciera reconociendo modestamente su escasa afinidad como una falta inexcusable.

Esa distancia, que le llevó a centrarse en un repertorio muy escogido, de autores significativos como Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Listz, e incluso Schonberg, quizá no le convirtiese en el favorito de los críticos que, además, solían achacarle un cierto intelectualismo, teñido de frialdad, a sus interpretaciones. Su apariencia, con esas eternas gafas de pasta y su aire desubicado, como de genio colgado de las alturas, contribuían a fomentar ese juicio apresurado.

Como si el tener opiniones propias sobre las cosas más diversas hiciera de él más un artesano o técnico (admirado por Susan Sontag) que un «poeta del piano». Siempre se le reprochó una cierta falta de emoción que, sin embargo, no se aprecia en sus muchas grabaciones de varios de los autores mencionados, ni menos en sus actuaciones públicas. Su Listz puede sonar despojado de arabescos y filigranas esparcidas al viento, pero su austeridad nunca parece reñida con el sentimiento verdadero, aquel que surge durante el proceso de búsqueda de la comprensión de la intimidad del autor.

En los conciertos de Mozart, que registró junto a Neville Marriner, la luz diáfana que señala el camino y sus contornos con inmediata precisión también adquiere tintes sombríos cuando acecha la melancolía, como ocurre a menudo en los contemplativos movimientos lentos, o en pasajes de intenso dramatismo como los que reflejan en sus introducciones y desarrollos de los numerados como 9, 20 y 26.

Ese afán por dibujar la arquitectura (su padre era ingeniero) de las piezas que interpretaba, su fidelidad hacia los designios del compositor expresados en la partitura tuvo seguramente su fuente principal en Edwin Fischer y Arthur Schnabel, dos de los supremos defensores de la tradición clásica. Con el primero llegó a estudiar en alguna clase particular, aunque él mismo reconociera que, después de los 16 años, jamás tuvo un maestro.

Solo un año más tarde, y tras haberse formado en Zagreb, Graz y Viena, hizo su debut en la primera ciudad austriaca. Desde entonces tuvo una carrera formidable, presentándose a menudo prácticamente en los más distinguidos auditorios y festivales de todo el mundo (también en España), y llegando a colaborar con las principales orquestas y directores de su época.

Su último concierto tuvo lugar en Viena, donde vivió durante casi dos décadas, antes de mudarse a Londres, el 18 de diciembre de 2018. En este periodo final nunca echó de menos los recitales. No tuvo tiempo: disfrutó de una vida plena hasta sus días postreros, enfrascado en sus conferencias, alguna master class, la pintura y, sobre todo, sus libros.

Entre los últimos se encuentra Playing the human game, una amplia colección de poemas donde la música, cómo no, se cuela a cada paso, mezclado con su proverbial sentido del humor, como aquel en el que habla sobre la unión entre dos facciones: los «tosedores de Colonia» y los «aplaudidores de Colonia».

En esa cofradía «ideal» se reunirían, por fin, dos de los tipos de aficionados a la música más odiados por los intérpretes, con la sana intención de garantizar su derecho a «aplaudir inmediatamente después de sublimes codas» y «toser claramente durante expresivos silencios». Qué genio.

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