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25 de abril de 2024

Carlos Marín-Blázquez

Abrazos

Los abrazos representan una manifestación de la vida encarnada, una expresión de los vínculos de calidez y confianza sobre los que se funda el devenir comunitario

Actualizada 04:51

De todas las formas en que buscamos el contacto con las personas que tenemos a nuestro alrededor, el abrazo es quizá la que con mayor amplitud se abre a las peculiaridades de lo humano. En relación a la estricta materialidad de los cuerpos, el abrazo encarna un propósito subversivo: aspira a la negación de la distancia a la que, como entes físicos que somos, nos sabemos constitutivamente abocados. En abierta rebeldía frente al determinismo que nos impone una existencia de individuos aislados, el abrazo busca superar los obstáculos que nos circunscriben a una vida separada, alienada de los demás; incluso –lo que a todas luces representa una fuente constante de desazón y pesar– de nuestros seres más queridos.
Más allá de la fusión carnal que su puesta en acto representa, lo que el abrazo aspira a significar es un anhelo de integración espiritual con el otro. Queremos unirnos, vincularnos. Deseamos abrirnos a la posibilidad de un modo de relacionarnos con lo que nos rodea en el que la entrega que nos mostramos dispuestos a hacer de nosotros mismos obtenga, en justa reciprocidad, una experiencia plena de comunicación y de encuentro. De ahí que el instante que dura el abrazo simbolice, en su breve despliegue, la apertura a un espacio de comunión del que no es infrecuente que se hallen excluidas las palabras. Sentimos que ya no podemos ir más allá de ese acto. En él culmina y se agota nuestra disposición a expresar afecto y acogida. Persuadidos por la certeza de que toda palabra con que nos aventurásemos a acompañarlo mancillaría la naturaleza sublime de nuestro gesto, elegimos el silencio.

Esa búsqueda del otro nos remite al reconocimiento de nuestra esencia desvalida

Por otra parte, dado que en el hecho de abrazar a alguien, o de dejarnos abrazar por él, hay implícita una rendición de nuestra intimidad, es habitual que el abrazo aparezca asociado a la idea de la traición. En efecto, al deponer las barreras que nos mantenían a resguardo de las amenazas del exterior, quedamos expuestos a sus peligros. La paradoja estriba por tanto en que, al mismo tiempo que recibimos protección, nos volvemos más vulnerables. En el abrazo se muestra así, en su desnudez íntegra, la condición menesterosa de nuestro ser. Esa búsqueda del otro nos remite al reconocimiento de nuestra esencia desvalida. Todos nuestros impulsos de autorrealización personal, todos y cada uno de los argumentos con que justificamos la encarnizada defensa de nuestra soberanía inexpugnable, quedan desmentidos en el momento en que, empujados por la necesidad de acogida o abatidos por un golpe inesperado de desánimo, nos dejamos estrechar entre los brazos de alguien.
Hay, en la taxonomía de matices con que delimitamos esta manifestación tan distintivamente humana de nuestra gestualidad, abrazos de mutuo reconocimiento, como los que se prodigan los amigos, así como abrazos de condolencia y –en su vertiente opuesta– de efusiva felicitación, a través de los cuales comunicamos un estado de ánimo que, por su propia índole, reclama quedar inscrito en el marco más amplio y protocolario de lo social. Pero los abrazos en que volcamos la totalidad de nuestra potencialidad afectiva suelen restringirse a un ámbito carente de testigos. Son seguramente esos abrazos los que descubren la porción más decisiva y auténtica del misterio que nunca dejamos de representar para nosotros mismos. Son los abrazos con que nos reconciliamos, aquellos con los que pedimos perdón sin necesidad tan siquiera de musitar unas palabras; son los abrazos mediante los cuales, en lo más hondo de la sima de una aflicción incomunicable, recibimos u ofrecemos consuelo; son los abrazos de despedida, los que preceden a una separación de la que en ocasiones desconocemos el lapso de tiempo que abarcará, o si acaso no será definitiva; son –lo pienso tantas veces– esos abrazos con que los padres intentamos retener a nuestros hijos en su infancia, abolir el paso del tiempo, congelar el caudal de ternura que derramamos en ese instante sobre ellos sin saber qué huella quedará de todo eso al cabo de un puñado de años.

El Poder se ha ido apropiando de nuevos espacios. Él es ahora, hasta en los detalles más nimios, el celoso guardián de nuestras costumbres. Vivimos, de hecho, a un paso de idolatrarlo

Hemos ingresado en un tiempo raro, una época en la que el simple amago de abrazar a alguien en público, incluso si se trata de un familiar o un amigo cercano, podría convertirnos en los destinatarios de alguna reconvención justiciera. «Distanciamiento social», nos recuerdan. La neolengua emanada de esa especie de higienismo seudototalitario al que nos hemos visto conducidos desde el comienzo de la pandemia ha cumplido la labor de incrustarse en nuestras conciencias y moldear desde allí el talante efectivo de nuestros actos. Y a medida que nos hemos ido separando unos de otros, a medida que el recelo mutuo se ha convertido en el factor determinante de las relaciones entre las personas, el Poder se ha ido apropiando de nuevos espacios. Él es ahora, hasta en los detalles más nimios, el celoso guardián de nuestras costumbres. Vivimos, de hecho, a un paso de idolatrarlo.
Es posible que alguien, alguna vez, componga la crónica de estos años aciagos en los que el miedo, astutamente dosificado por quienes estaban en situación de hacerlo, nos empujó a renunciar a tantas cosas. Sea como fuere, la creciente dependencia del Estado en la que nos vemos inmersos ha traído consigo una modalidad de orfandad con la que, por otra parte, ya empezábamos a estar familiarizados. Hemos acelerado el paso hacia una deriva característica de las sociedades modernas: el alejamiento de los demás, la propensión a una gélida existencia de islotes que, a cambio de una impresión falsa de seguridad sin fisuras, nos ha condenado a una vida de enajenación y servidumbre, tanto más gris cuanto más reglamentada, y plagada de amputaciones. Por eso se hace más necesario que nunca recordar lo que los abrazos representan: una manifestación de la vida encarnada, una expresión de los vínculos de calidez y confianza sobre los que se funda el devenir comunitario. La misma vida, los mismos vínculos en los que, a despecho de las argucias con que intentarán convencernos de lo contrario, estamos llamados a perseverar sin descanso.
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