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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La importancia de esta noche

Los cristianos creemos que Jesús, hijo de María, es totalmente hombre y totalmente Dios, y enunciar esa verdad en público molesta cada vez más

Actualizada 10:44

El autócrata Gaius Octavius es uno de los cuatro o cinco gobernantes más importantes que jamás hayan existido. Siempre estará en la historia. De familia patricia y sobrino nieto de Julio César, se convirtió en el primer emperador romano, bajo el nombre de César Augusto, y gobernó con gran éxito y tino durante cuarenta años. Amplió el Imperio, lo reorganizó, mejoró sus servicios, comunicaciones y obras públicas e instauró lo que se dio en llamar la Pax Augusta, que trajo al orbe mediterráneo dos siglos de relativa calma y estabilidad.

Jesús nació en la era del emperador Augusto, siendo el maquiavélico Herodes el Grande su rey títere para Judea, Galilea, Samaria e Idumea, vasallas de Roma. Jesús vino al mundo en la antítesis de la escala social de Augusto, en la antípoda de los oropeles de palacio, las grandes pompas, títulos y tesoros mundanos. Su familia ni siquiera gozaba de un cierto desahogo material. Eran pobres, por eso cuando llevan a su primogénito a la ceremonia de purificación en el Templo entregan como ofrenda dos tórtolas, la dádiva de los poco pudientes, en lugar del preceptivo cordero de un año.

El padre, José, era un carpintero afincado en Nazaret (Galilea) y de raíces en Belén (Judea), población cercana a Jerusalén. De Belén había salido el futuro Rey David, ancestro en el árbol genealógico de José. Para controlar fiscalmente a sus súbditos, Augusto ordenó por entonces un enorme censo universal en todo el Imperio. Tal exigencia burocrática obligó a José a viajar desde Nazaret hacia el Sur, a su Belén de origen, en compañía de su mujer embarazada, María. No encontraron albergue. Así que el niño acabó naciendo en un pesebre, probablemente ubicado en una gruta de las que solían acoger los establos en aquella zona de Judea.

En la Roma palaciega de entonces se habrían reído con displicencia si alguien les hubiese ido con la nueva de que aquel niño insignificante iba ser la persona más importante de la historia. Y lo fue. Y lo es. Y lo seguirá siendo siempre. Los cristianos creemos que Jesús es totalmente hombre y totalmente Dios. Además de haber sido un personaje histórico, creemos que es el hijo de Dios que vino a la tierra para salvar a la humanidad. Por eso la noche en que celebramos su nacimiento es siempre una fecha de enorme y lógica alegría.

Desde los años cuarenta del siglo pasado se ha abierto una «grieta» creciente entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, según ha explicado con elegante claridad el gran teólogo Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI. Él ha trabajado para cerrarla con sus magníficos libros «Jesús de Nazaret», que son un oportuno regalo para estos días.

Intelectuales y figuras públicas alejadas de la fe cristiana, y esa ola omnímoda de pensamiento que se autodenomina «progresismo», admiten acaso a Jesucristo como una figura bienintencionada, que dejó un hermoso mensaje de caridad, perdón y fraternidad. Pero el asunto comienza a atragantárseles cuando se sostiene que Jesús es el hijo de Dios, que nació de María, una virgen, y que resucitó a los tres días tras haber sido enterrado en un sepulcro cerrado a cal y canto. Un redentor que nació en un pesebre, en las afueras de una ciudad que no acogió a sus padres, y que recibió la más dura pena de muerte extramuros de otra, Jerusalén, ajusticiado a la vera de bandidos de la peor ralea. Un redentor que venció a la muerte y nos rescató. Esas verdades, que constituyen la grandeza, alcance y razón de ser del cristianismo, no solo no las comparten –lo cual es legítimo, pues el don de la fe no es universal–; sino que las rechazan de manera militante. Su mera enunciación les molesta de manera creciente y tratan de alejarla del ámbito público, de constreñirla al silencio de lo privado.

«Dios es considerado el límite de nuestra libertad, un límite que se ha de abatir para que el hombre pueda ser totalmente él mismo», explica Benedicto XVI mucho mejor que yo, con esa elocuencia sencilla que adorna a los verdaderos sabios. Por eso les molestan los símbolos cristianos de la Navidad. Por eso las ciudades se llenan de luces que lo mismo servirían para un bolingón «rave» que para estas fechas. Por eso las oficinas se engalanan de guirnaldas y bolas de colores y el Papá Noel vestido de rojo que inventó la Coca Cola desplaza a los Reyes Magos. Por eso las cabalgatas se vuelven psicodélicas y se alejan de la estética cristiana. Por eso Transportes de Barcelona veta -¡por «ideológica»!- una campaña de vallas de la Asociación Católica de Propagandistas felicitando la Navidad. Por eso se confunde el espíritu navideño con reencontrarse con la familia (que en efecto, es maravilloso), ponerse morado de viandas finas, echar unas risas con el cuñao, darle brasa a la tarjeta del banco y disfrutar de la ilusión de los niños ante los juguetes (antes, pocos; ahora, demasiados). Y por eso los gobernantes, salvo raras excepciones, como la siempre espléndida Isabel II, esconden en sus alocuciones navideñas a la Sagrada Familia y al Niño y recurren a cursis adornos escandinavos y algunos hasta felicitan «las fiestas», no se vayan a tiznar con la palabra «Navidad». Se evita centrar estas fechas en su misteriosa grandeza: esta noche celebramos el nacimiento del hijo de Dios. ¿Qué más hace falta? Feliz Navidad.

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