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29 de abril de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Por qué hay que dejar en paz al Rey

España no levanta cabeza desde hace 135 años, pero siempre que la ha levantado un poco tenía un Rey cerca

Actualizada 04:06

Ser Rey debe ser una cosa curiosa. Es el único niño que sabe qué va a ser de mayor antes de saber que es un niño. Y el único adulto que lleva en la mochila una Nación pero apenas decide sobre ella.
La dificultad de ser Rey se entiende bien repasando los ERE que ha sufrido la Corona desde que en 1868, por no irnos más lejos, una revolución se llevó por delante a Isabel II: no ha habido desde entonces monarca en España que terminara sus días en el trono, disfrutando de una vejez pacífica en un palacio respetado.
A Amadeo I de Saboya, el primer intento de establecer una Monarquía Parlamentaria como la actual en España, le duró la Corona de espinas dos años, lo justo para salir a puntapiés de una Primera República que ya presagió los desastres de la Segunda.
Alfonso XII, hijo de Isabel II, restauró la Monarquía con aires europeos de modernidad, pero no necesitó ser derrocado por una España eternamente convulsa por una causa mayor: se murió de tuberculosis a los 27 años, tras visitar de incógnito a los enfermos de una gran epidemia de cólera iniciada en Valencia y extendida por medio país.
La regencia de su viuda, María Cristina, fue un martirio jalonado de torturas, con la pérdida de las últimas colonias españolas, el nacimiento del catalanismo más independentista y el fracaso del primer bipartidismo moderno, y también incompetente, de aquel turno democrático de Cánovas y Sagasta que acabó como el rosario de la aurora.
Su hijo Alfonso XIII acabó exiliado en Roma, desde donde vio la proclamación de una Segunda República que nunca fue votada por los españoles. Su nieto, don Juan, fue el Rey sin Corona eternamente desterrado por Franco.
Y su biznieto, Juan Carlos I, prolonga la brusca tradición con otro destierro forzoso en un paisaje que recuerda mucho al de su abuelo: hoy como ayer, el populismo revolucionario y el independentismo radical prosperan como setas en el húmedo otoño, y si entonces no supo verlo un tipo de la altura intelectual de Manuel Azaña hasta que él mismo renegó de sí mismo en su exilio francés; imaginen cómo va a entenderlo otro tipo de la bajura cultural y moral de Pedro Sánchez.
Ésos son los precedentes de Felipe VI, que lleva en la sangre una dinastía hereditaria pero también un final abrupto: ninguno de los suyos ha llegado vivo a ese momento en el que, como decía Katherine Hepburn, la tarta de cumpleaños parece un desfile de antorchas.
Don Felipe hereda un trono, pues, pero también un destino que trata de revocar para que su hija Leonor llegue a la jefatura del Estado. Para quienes creen que todos los problemas de la Casa Real proceden de que don Juan Carlos fue el primero de los españoles y el penúltimo de los contribuyentes –un borrón mayúsculo, pero también una gota de tinta en un expediente inmenso–, las pinceladas aquí expuestas de siglo y medio de Borbones quizá les digan algo.
Cargarse a Reyes es una longeva tradición nacional, una excusa de golpistas y nostálgicos del soviet y un síntoma de males terribles en una España que no levanta cabeza desde hace 135 años, pero siempre que la ha levantado un poco tenía un Rey cerca.
Todo lo demás han sido golpes de estado, guerras, revoluciones, trincheras, rupturas y maldiciones. Y lo mismo estamos jugando de nuevo con fuego sin darnos cuenta de que ya nos hemos quemado muchas veces.
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