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01 de mayo de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

El hombre blandengue

El Ministerio de Igualdad promociona la blandenguería masculina y la sumisión femenina para tener mascotas de sus delirios políticos y sexuales

Actualizada 01:30

El Ministerio de Igualdad, siempre comprometido con los problemas importantes, ha lanzado una campaña de concienciación que, en síntesis, apuesta por borrar la «masculinidad» y defiende la consolidación del «hombre blandengue», que sería indultado por la mujer gritona si aceptara su nuevo rol en la vida.
Los autores de la gracia, que ubican a los señoros en un punto intermedio entre la ley de mascotas y la trans, dirán que no entendemos del todo su intención, su irónica perspicacia, su divertida propuesta cacareada por Irene Montero con risitas ni, sobre todo, sus fantásticos efectos.
Pero lo entendemos a la perfección: para ellas, las Azúcar Montero, la masculinidad es necesariamente una condición previa del machismo, el maltrato y la agresión sexual y, por el contrario, la blandenguería, un indicio de curación y de igualdad.
Eres un cerdo. Y no lo sabes. Pero puedes sanar.
Desconozco qué tipo de hombres rodean o han rodeado a la marquesa de Galapagar o las damas que le hacen los coros en cada aquelarre, pero no han tenido suerte con padres, maridos, esposos e hijos si ven en la masculinidad un peligro y en la blandenguería una virtud. Sus traumas requieren tratamiento especializado, y no el BOE para transformarlos en ley ni el presupuesto para convertirlos en campaña.
«Rehabilita a un cerdo».
Todo lo que hace un hombre es masculino porque lo hace un hombre. Y todo lo femenino lo es también porque lo hace una mujer: tal vez si tuvieran claro que solo existen dos sexos, por mucho delirio onírico que le pongan a sus desternillantes teorías sobre el sexo no binario o el sexo sentido, entenderían esa evidencia tan simple.
Y quizá si la aceptaran no cometerían a continuación abusos que se entienden mejor cambiando protagonistas: si no existen razas, nacionalidades o creencias potencialmente delictivas y abrir causas generales contra ellas, siquiera con ánimo preventivo, generaría un escándalo, ¿por qué hacer eso mismo con los sexos es más razonable?
La Constitución prohíbe la discriminación por raza, sexo o religión, que es lo que practica el Ministerio de Igualdad con «Las brujas de Zugarramurdi» al frente, porque los delitos y los excesos son, por definición, individuales: lo tienen claro para hablar de colectivos cuyos orígenes sí permitirían elucubrar al menos sobre unos valores colectivos regresivos, fruto de un retraso cultural y social más que de una tara congénita; pero lo desechan para casi el 50 por ciento de la población española, criada y crecida en unos parámetros occidentales donde las manzanas podridas no hacen cesto.
No todos los tíos somos La Manada, como no todas las tías son Irene, Isa, Pam y otras chicas del montón.
Señalar al hombre como portador de un pecado original y salvar a la mujer de sí misma, transformándola en víctima endémica o negándole la opción de trabajar como azafata en torneos deportivos, no es solo una supina imbecilidad: también es un negocio fundamentalista que intenta imponer, en ambos sexos, un canon perverso disfrazado de loables intenciones.
Nos quieren blandengues, a hombres o mujeres, porque la arcilla se modela mejor que el hierro. Y nos prefieren llorando, dando cursillos para pasear al perro o dudando si somos Manolo o Manola para que no veamos, entre lágrimas, el estropicio que están dejando.
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