Fundado en 1910

16 de abril de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Conservadurismo keynesiano: ¡peligro!

Los gobiernos europeos de derechas y la Comisión Europea están entrando en una liza por dar subvenciones socialdemócratas. Tendrá amarga resaca

Actualizada 09:43

Ronald Reagan, que se fue en 2004 a los 93 años, con su memoria ya desvanecida, es considerado en todas las encuestas como uno de los diez mejores presidentes de Estados Unidos. El actor reconvertido en político, socorrista en su juventud en las corrientes fluviales de Illinois (77 rescates en su haber), se convirtió junto a Thatcher en mascarón de proa de lo que se dio en llamar la «revolución conservadora». Reagan pasa por ser un paladín del liberalismo y el Estado pequeño. Como presidente se sirvió del consejo del economista Milton Friedman, el genio de la Escuela de Chicago, y condecoró con la Medalla de la Libertad al gran liberal Hayek, en una ceremonia en el Salón Oval. Por supuesto llegó prometiendo menos déficit y una administración más reducida. ¿Y qué pasó al final? Pues todo lo contrario a lo que predicó. La deuda casi se triplicó en su presidencia y el aparato funcionarial se disparó («fue una de mis grandes decepciones», lamentaría tras dejar el poder).
En realidad Reagan, el teórico liberal, lo que hizo fue embarcarse en un enorme proyecto de gasto público a través de la industria de defensa. Con su «Guerra de las Galaxias» dejó exhaustos a los soviéticos, ganó la Guerra Fría y espoleó la industria nacional. A pesar de que disparó el déficit y engordó la Administración, muchos de sus resultados fueron fabulosos: la inflación cayó desde el 12,5 % de Carter a un 4,4 %, firmó 92 meses seguidos de crecimiento y aprobó una profunda rebaja fiscal nada más aterrizar. Además, devolvió el optimismo a una nación que estaba profundamente deprimida. Lo hizo prometiendo «un nuevo renacer para América» (logo que plagiaría Trump con su «hagamos América grande otra vez»).
Me ha venido Reagan a la mente porque fue un teórico liberal que en realidad llevó a cabo un ingente programa de gasto público de proporciones keynesianas. Y algo así está sucediendo ahora mismo en Europa. Los líderes de partidos que se supone que son de centroderecha y de derecha se han lanzado a un competición por ver quién inyecta más dinero público (es delator al respecto que uno de los reproches de Feijóo a Sánchez en su careo en el Senado fue que no se comporta como un auténtico socialdemócrata).
Liz Truss, la nueva primera ministra conservadora, teórica liberal admiradora de Thatcher, se ha estrenado anunciando que destinará 115.000 millones de dinero público a congelar las facturas del gas y la electricidad. Von der Leyen, que en teoría es una política alemana de derechas, y por lo tanto fiel a la ortodoxia contable, se lanza al intervencionismo estatal gravando lo que la UE llama, con lenguaje bolivariano, los «beneficios extraordinarios» de las eléctricas. Francia mete también la cuchara en el libre mercado y limitará la subida del recibo de la luz y el gas para particulares… Del programa de subvenciones de Sánchez y su afán por distorsionar desde el Estado el mundo del capitalismo privado ya huelga hablar.
Todos entendemos que en situaciones excepcionales toca adoptar medidas excepcionales. Pero la borrachera de gasto público no saldrá gratis, tendrá su dolorosa resaca. El batacazo de 2008, que fue una crisis de deuda, se atajó contrayendo todavía más deuda, con las inyecciones y expansiones cuantitativas de los bancos centrales. La crisis sanitaria del coronavirus recibió idéntico tratamiento: olvidar las normas de prudencia fiscal y darle a toda mecha a la máquina del dinero. Ahora llega la crisis de precios por la guerra en Ucrania y la receta vuelve a ser la misma: parches de gasto público que calmen el dolor social (o que al menos permitan a unos políticos cortoplacistas mostrar que hacen algo, pues están siempre más centrados en quedar bien ante las urgencias del próximo apremio electoral que en asumir lo que realmente necesita el país a medio plazo).
A quienes arrastramos la imperdonable tara de conservar ciertos instintos liberales, todo esto nos huele a chamusquina. Europa, que está a la baja y perdiendo fuelle frente a los asiáticos, ha decidido optar por el dopaje socialdemócrata para regalarse una pequeña prórroga de bienestar. Pero no se están afrontando sus problemas profundos: unas sociedades tremendamente envejecidas, cada vez con menos ganas de trabajar duro, fuertemente endeudadas y que no pintan casi nada en lo que hoy es la realidad que lo mueve todo, léase la economía digital y la irrupción de la inteligencia artificial.
Lo de los parches de dinero público para ayudar a «la Gente» ya lo inventaron en la Argentina de los años 40 del siglo pasado. Ha sido todo un éxito: un país riquísimo ha acabado sumido en un semi coma casi permanente (70 % de inflación en agosto y otra vez la pobreza disparada). Por eso cuando vemos a Sánchez y Feijóo compitiendo a estacazos por ver quién oferta el aguinaldo más grande se añora un poco de pensamiento profundo y faros largos. Mucho me temo que soy un friki pasado de moda, uno de esos obtusos que siguen pensando que cuando una familia (o un país) hacen una huida hacia adelante a crédito acaba maltrecha y mendigando.
Comentarios
tracking