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20 de abril de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Colegio Mayor

La berrea de estudiantes no es un delito de odio, pero tampoco una simple broma de mal gusto: es el síntoma de unos tiempos que el Gobierno consagra en el BOE

Actualizada 01:30

La ceremonia de berrea primate en el Colegio Mayor no es un delito de odio, ni un anticipo de futuras manadas, ni tampoco la antesala de un aquelarre de agresiones sexuales como los trompetistas igualitarios de Jericó han aireado, con Sánchez al frente, compungido desde Praga como no se le recordaba ni en la pandemia de los 100.000 muertos.
Pero tampoco es una broma inocente, un ritual fraternal entre hermandades con códigos privados que escapan de los habituales y se ubican en el mismo ámbito chistoso que aquella célebre cinta erótica titulada Ensalada de pepino en colegio femenino.
El estupendismo de Irene Montero, Íñigo Errejón y compañía resulta casi cómico al cotejar la respuesta a los chimpancés ofrecida por sus supuestas víctimas, más superadas por el revuelo político y mediático generado que por la gravedad de la inexistente amenaza.
No seamos más papistas que el Papa –y yo mismo lo fui al ver solo una parte de la escena– y no incurramos en ese rancio paternalismo de decirle a las mujeres, por jovencitas que sean, lo que deben sentir y temer.
Pero el grotesco episodio protagonizado por imberbes donjuanes y pazguatas doñas Inés sí permite elucubrar sobre un problema mayor que en realidad agudizan, quizá sin saberlo, quienes más veces se han golpeado el pecho por la troglodita escena en el Elías Ahuja, la residencia universitaria convertida en el campamento de «Los albóndigas en remojo».
Y es que, aunque los alaridos preonanistas de la muchachada probablemente virginal no preludien una cacería de las indefensas doncellas del colegio Santa Mónica, sí reflejan la catadura de la educación sexual, cuando no de la general, que imponen a menudo los mismos que legislan luego mucho sobre ella.
Será que somos unos antiguos, pero nunca llamamos zorras a nuestras amigas, ni las observamos como presas de un ritual cinegético primitivo, ni les hicimos bromas corales desde la ventana, en tiempos reservada a inocentes rondallas discretas.
Y quizá eso tenga que ver con la devaluación del sexo, como género y práctica, que consagran las leyes educativas y deshumanizantes más icónicas del Gobierno.
No pidamos que todos los chavales distingan la abismal diferencia entre la broma y la salvajada cuando los legisladores borran la frontera entre el hombre y la mujer; transforman en palabra de BOE su delirante percepción de las relaciones sexuales y de los géneros biológicos; trivializan el traumático proceso de transformación de sexo incluso en menores de edad; aseguran que la identidad sexual puede y casi debe cambiarse en función de que te sientas niño, niña o niñe en días alternos o regulen en la escuela un modelo de educación sexual sintonizado con sus delirios, problemas e insensateces personales.
Si a eso se le añade un acceso ilimitado a la pornografía; una trivialización de las relaciones íntimas en series púberes donde todo vale porque nada sirve, una cultura pop resumida en las letras de cualquier reguetón y un desvanecimiento galopante de los valores que regulaban la organización social de una manera natural; el pastel está servido.
La proporción de violadores, machistas, agresores sexuales, imbéciles y genios que salga de los dos colegios afectados por el melodrama no será muy distinta a la que ya hay en la sociedad en cualquier ámbito y gremio.
Pero que todos estén dispuestos a participar en una inmunda gracieta, y en el otro balcón todas se rían con mimética estupidez, forma parte del mismo universo educativo, moral y legislativo de ese Gobierno que consagra el aborto de menores sin participación paternal; da por extinguida la familia; avala el tratamiento con hormonas y la amputación genital en adolescentes y dice que el «sexo sentido» está por encima de las evidencias científicas.
Si los mayores hemos perdido el oremus, es difícil pedirles a los chavales que lo encuentren. Son unos idiotas. Pero son nuestros idiotas.
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