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24 de abril de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Irene, récord histórico de mujeres asesinadas

¿Cómo es posible que en la era del pecado preventivo masculino, del ingente gasto en ideología de género y de leyes aprobadas en tromba mueran más mujeres que nunca, ministra?

Actualizada 01:30

12 mujeres han sido asesinadas en diciembre por los bastardos que eran o un día fueron sus parejas, la peor cifra desde que se tiene registro histórico. La última, en un pueblo castellanomanchego, fue apuñalada delante de sus dos hijos menores, y el crimen fue doble: también murió el bebé que llevaba dentro, pocas horas antes de ver una luz ahora apagada en una densa tiniebla de sangre.
Es espeluznante. Pero requiere algo más que llevarse las manos a la cabeza, guardar el preceptivo minuto de silencio y encender las consabidas velitas en un ritual fofo que se repite con otros dramas: hicimos lo mismo con el fundamentalismo, y cacareamos frases huecas similares, entre las cuales la más perversa es la más aparentemente inocua: «No van a cambiar nuestra forma de vida».
Sí, la cambia. O la tiene que cambiar, salvo que aceptemos el papel de eslabón débil en la cadena alimentaria encabezada por todos los horrores que se perpetran a nuestra vera. Todos cambian nuestras vidas, y si no encontramos la respuesta adecuada, necesariamente dura, seremos ovejas cursis con matarifes que no hacen prisioneros.
Los crímenes machistas, que lo son en genérico cuando un hombre es el verdugo y una mujer la víctima para simplificar un fenómeno probablemente más complejo, no parecen disminuir con las políticas vigentes.
No culpo de las muertes, obviamente, ni a Igualdad ni a Irene Montero, repaso las evidencias: ni su ramillete de leyes supuestamente protectoras, ni el ingente presupuesto consagrado a mantener el Ministerio y todo lo que abreva en sus cuentas, ni la agotadora retórica inquisitorial que lo impulsa todo han servido de gran cosa.
Mueren las mismas y matan los mismos. Luego hay que hacerse algunas preguntas, a tumba abierta, sin remilgos ni límites. ¿Cómo es posible que la edad de oro de la ideología de género haya estimulado una gran industria pero no haya paliado el drama nacional? ¿Es de verdad la falta de educación, que justifica ese gasto ingente en campañas, asociaciones, institutos y observatorios, la causa última de los crímenes? ¿Son las leyes del Ministerio, que empapan ya hasta el programa lectivo en los colegios, un antídoto eficaz para acabar con este drama?
¿Tiene solución el problema o debemos convivir con él, aspirando todo lo más a mitigarlo en aquellos casos donde la denuncia previa permita dar una alternativa rápida a la víctima en ciernes? ¿Son machistas los asesinatos por el mero hecho de tener autoría masculina o cabe la posibilidad de que el abuso proceda de algo más cobarde aún, la mera superioridad física que también actúa en otros fenómenos como el acoso escolar?
¿Cómo se combaten los celos y la fuerza superior, al comprobar que esas son las razones que impulsaron a sujetos impresentables pero perfectamente educados en valores que todos conocemos, aunque reconocer esas causas modifique el discurso oficial y la ingeniería social que conlleva?
Puedo equivocarme un poco, mucho o nada, pero hay una evidencia: la mezcla de doctrina ideológica, impulso legislativo e inversión económica no le ha salvado la vida a nadie ni ha detectado a tiempo a los asesinos.
Sean cuales sean las causas, este es el efecto: nadie ha dejado de asesinar a una mujer en el momento histórico en el que más se ha señalado al hombre, por si acaso, y más profesionales del dolor se han guarecido en el erario público. Se ha construido un formidable relato político, mediático y legislativo sobre el pecado masculino preventivo; pero no se ha detectado a tiempo a ningún hijo de puta ni se ha salvado la vida a ninguna mujer.
La secretaria de Estado de Igualdad, Pam Rodríguez, ha confesado tras la penúltima barbaridad que las instituciones están fallando. Es un pequeño paso, viniendo de la misma carga pública que insultó a los jueces al constatarse que su Ley de Libertad Sexual, una boñiga con ínfulas, solo ha servido para auxiliar a los depredadores del pasado y del futuro.
Pero no llega. Hace falta empezar de cero, con honestidad intelectual, y preguntarse si estamos haciendo lo correcto o no. Porque ahora todos los hombres inocentes somos casi culpables y los culpables de verdad se ríen en la cara de tanta bruja de Zugarramurdi experta en sortilegios y maldiciones equivocados, pero a precio de oro.
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