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28 de abril de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Nos ofrecerán la aguja

La ingeniería social de los gobiernos cambia los países y puede deshumanizarlos si no es confrontada

Actualizada 10:12

Nunca debe desdeñarse la capacidad de un Gobierno perverso para lavarle el cerebro a un país e implantar hábitos nocivos, o incluso criminales. El ejemplo máximo que siempre se invoca es la Alemania nazi: ¿Cómo pudo el pueblo más sofisticado de Europa acabar inventando el exterminio sistemático -fabril- de los judíos?
Pero a otra escala, la historia nos deja ejemplos constantes de cómo el poder transforma las sociedades cuando pisa el acelerador. Inglaterra no rompe con el catolicismo en el siglo XVI por dudas de fe de su población, sino por el capricho de un rey que acaba inventando una religión de Estado a su medida (ahora mismo, por cierto, de capa caída y con visos de cisma). La crecida del movimiento separatista catalán en este siglo XXI no atiende a un súbito rapto nacionalista de los ciudadanos, sino que es un proceso premeditado, lanzado en un momento concreto desde el poder local. La llamada «inmersión lingüística» tiene un móvil político y su meta no es cultural, sino suscitar una afinidad idiomática que ayude a justificar la nueva nación. El derecho por el que todavía nos regimos bebe de las ideas de los romanos. Las leyes dejan huella, muchas veces indeleble.
España es uno de los únicos nueve países del mundo donde se ha aprobado una ley de eutanasia (el 25 de junio de 2021). Una norma aberrante, como se percibe si enunciamos su sencilla verdad: los médicos de la sanidad pública, cuyo deber y vocación ha de ser preservar la salud de los enfermos, pasan a ejercer como verdugos de los mismos si así lo solicitan.
Para sacar adelante una legislación tan vidriosa, el regresismo que se hace llamar progresismo invoca siempre ejemplos extremos, personas que padecen una situación tan insufrible que les sirve para argumentar que es preferible facilitarles –en verdad inyectarles– una anestésico con un veneno letal que acabe con sus sufrimientos. Muchos ciudadanos de buena fe sucumben ante esos argumentos. No aciertan a ver la imagen completa: la eutanasia es una pendiente resbaladiza, que en breve acaba convirtiendo a los más débiles en mercancía de «descarte», como bien señala el Papa Francisco en sus denuncias.
Los ejemplos de los países que han comenzado antes que nosotros resultan desoladores. Cada vez se relajan más las condiciones para ser candidato al suicidio asistido y se acaba incluyendo a los niños y a personas que simplemente se declaran «cansadas de vivir». Así ocurre ya en las deshumanizadas Bélgica y Holanda. En Bélgica las muertes se han multiplicado por diez desde 2002. En Canadá, donde se legalizó hace siete años, ya supone la causa de muerte del 2 % de la población (5 % en Quebec).
En España esta horrible espiral se cobró 180 muertes en su primer año (con el Gobierno festejando el «éxito», mientras no acaba de aprobar una ley de cuidados paliativos). Nuestros sanitarios ya están siendo presionados de maneras más o menos sutiles para que se presten a dispensar muerte.
Tengo familiares médicos y cuentan que sus pacientes se aferran a la vida hasta el final, que lo contrario es extrañísimo. Profesionales de cuidados paliativos entrevistados en este periódico relatan lo mismo: antes de la aprobación de la ley era harto infrecuente que un terminal les pidiese morir (y no estoy hablando de la sedación en el instante final, con la consciencia ya perdida, que es otra cosa).
Pero ahora se ha puesto en marcha una maquinaria gubernamental implacable, que muestra un gran logo luminoso a los ancianos y a las personas con enfermedades crónicas o problemas mentales recurrentes: no sufras más, el Estado benefactor te invita a morir. El «Gobierno progresista» te ofrece la eutanasia. A medio plazo, la presión de esos mensajes sobre la psique colectiva será inmensa.
Miles y miles de españoles tienen padres que sufren demencias seniles. Me atrevo a decir que a día de hoy ninguno de esos hijos querrían que matasen a su madre o a su padre con un suicido asistido, aunque ya no pueden siquiera reconocerlos. ¿Por qué? Pues porque somos herederos y todavía bastiones de una cultura judeocristiana, la católica, que respeta la dignidad de la vida humana. ¿Será así dentro de unos años, cuando las perversas leyes de eutanasia hayan calado a fondo?
Cada vez tenemos menos hijos. Cada vez estaremos más solos en nuestra senectud. O damos un giro y nos reajustamos moralmente, o vamos hacia un mundo donde un Estado de fachada solidaria y risueña nos enseñará la aguja en nuestra vejez, porque ya no pintaremos nada, porque gastaremos sin aportar, porque «tu vida ya no va a ningún sitio». ¿Para qué continuar? Midazolam y propofol en vena. Un problema menos.
Qué tristeza cuando algunos dirigentes de un partido que aspira a gobernar España, y que tiene serias posibilidades de librarnos de la pesadilla Sánchez, susurran que la batalla de las ideas importa poco, o que es secundaria. Ceguera frívola. No se pude construir nada de valor si no se empieza por salvaguardar la vida de las personas.
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