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04 de mayo de 2024

Desde la almenaAna Samboal

Renfe en Semana Santa, una aventura

Pierden nuestro bolsillo, nuestra paciencia y el medioambiente. Ganan, como no podía ser de otro modo, las arcas de Hacienda. Hasta que decidamos pasarle la factura de las horas perdidas

Actualizada 01:30

Evito los debates sobre el cambio climático. Son trampas para osos, digas lo que digas estás perdido, acabas inevitablemente en la casilla del facha negacionista o en la del perroflauta rojeras. En una discusión que tendría que ser científica y que, sin embargo, levanta pasiones antes que argumentos, no hay grises ni términos medios.
¿Realmente se está revirtiendo el clima? El rastro que nuestros antepasados dejaron en las cuevas de Altamira y los estudios que se han hecho en torno a ella demuestran que lleva haciéndolo desde que tenemos noticias. Por aquellas fechas, animales que sólo podrían sobrevivir a muchos grados bajo cero eran dueños y señores de toda la cornisa cantábrica. Y no fueron aerosoles ni máquinas de vapor o los combustibles sólidos los que les empujaron a emigrar al norte, porque entonces no existían. ¿Es entonces el cambio climático un invento de unos listillos para forrarse dando conferencias por todo el mundo, volando en jets privados que tiran queroseno a chorros? Obviamente, hay algunos que viven de lujo a costa de predicar el apocalipsis medioambiental, pero eso tampoco significa que no se estén produciendo anomalías: los inviernos no son lo que eran, las temperaturas suben, el deshielo de los polos eleva el nivel del mar, hay especies que desaparecen y hasta cambia la graduación de los vinos. De modo que, cuando me preguntan si creo en el cambio climático, como si fuera una cuestión de fe, nulos como son mis conocimientos de física, geología o meteorología o lo que haya que saber para llegar a conclusiones científicas, mi respuesta es siempre la misma: procuro dejar la casa en la que vivo en las mismas condiciones en las que la he recibido. Si es posible, incluso mejor. Creo que es una obligación moral que tenemos con las generaciones venideras: mantener o engrandecer el legado recibido de nuestros antepasados, en todos los órdenes de la vida.
Guiándome por esa filosofía, en mi congelador siempre hay croquetas hechas de sobras; los botes de cristal de las conservas se reutilizan para comidas, pinturas o lo que sea menester; evitamos el plástico en la medida de lo posible y el papel se usa por todas sus caras; hay un cubo para discriminar todas las basuras –tantos que casi no cabemos en la cocina– y se recoge el agua de lluvia para regar las plantas, que se abonan con los posos del café. ¿Qué más podría pedir un ecologista? Sí, también viajo invariablemente en transporte público, aunque, en España, eso no sea necesariamente garantía de eficiencia energética.
A pesar de correr el riesgo de que me acusen de algo, puesto que no doy el perfil de desfavorecida, he descargado en mi móvil la aplicación y he comprado el abono gratuito de Renfe. Uso habitualmente el tren en trayectos de media distancia y no podía dejar pasar la ocasión de recibir algo del Gobierno que fríe a impuestos a las clases medias trabajadoras.
Esta Semana Santa, ante la previsión de una avalancha de desplazamientos, reservé con tiempo el billete. Sólo tenía que hacer un trayecto de media hora en la red de Cercanías para llegar a la estación desde la que emprender el viaje. Con previsión, he decidido ir con una hora de adelanto. De dos trenes, ha pasado uno. Con un retraso de veinticinco minutos, el suficiente para perder mi viaje. He anulado el billete y me he dispuesto a sacar uno en el siguiente tren. Pero no está permitido: durante dos horas, no podré reservar o comprar una plaza en otro convoy. Me lo explican amablemente, con cara de circunstancias, en la ventanilla de la estación. Con el móvil sin apenas batería y sin un punto de recarga en todo el recinto, rezo para que, cuando me levanten el castigo, quede alguna plaza libre y pueda llegar a mi destino.
Armada de paciencia, imbuida del espíritu de la Semana Santa, me he sentado en la terraza de un bar, donde amablemente han cargado la batería de mi teléfono para poder descargar un nuevo billete, consumiendo una tras otra taza de café, mientras me acuerdo de la ministra de Transportes. Me cuentan camareros y parroquianos, al tanto de lo que ocurre en la estación vecina, que los retrasos están a la orden del día. Los trenes viajan con asientos vacíos y los viajeros penalizados con prisa echan mano del taxi o del Uber para llegar a tiempo allá donde vayan. ¡Viva la gasolina! Busco en Internet y es moneda común: entre Madrid y Algeciras dan botellas de agua gratis para compensar demoras que rondan la hora; las líneas de alta velocidad que conectan la capital con el Mediterráneo han colapsado esta misma semana la estación de Chamartín; a los pasajeros entre Sevilla y Huelva les tuvieron tirados más de hora y media sin explicación alguna; el mismo tiempo que pasaron esperando entre Vigo y Coruña por una avería. Suma y sigue, pero aquí sólo se escuchan las quejas de Miguel Ángel Revilla. Pierden nuestro bolsillo, nuestra paciencia y el medioambiente. Ganan, como no podía ser de otro modo, las arcas de Hacienda. Hasta que decidamos pasarle la factura de las horas perdidas. Y la de los cafés.
Al final, un trayecto de una hora en coche me ha costado cinco. Verdaderamente, algunos principios salen muy caros.
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