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14 de mayo de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Desenterrar votos

Hacer que lo que fue no haya sido, dice San Agustín que ni Dios lo puede. Mas son los gobernantes dioses locos. Pueden todo. Eso sueñan

Actualizada 01:30

Desentierro de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange. Fusilado, tras un procedimiento judicial que, aún más que irregular, fue estúpido. Desentierro: ni siquiera irregular. Estúpido, gratuitamente estúpido. Propaganda electoral, al coste de hacer girar la máquina del tiempo hacia los días más horrendos de la historia española. Pero lo horrendo vende: ése es el drama. No, no es un drama; es tragedia mayor. Hemos reducido la historia del siglo XX a la historia de nuestros afectos. Necrófilos. Y hemos erigido amor y odio en moneda que decimos histórica y que es sólo electoral. Pagaremos por eso.
¿Dicen algo los afectos acerca de la historia? Sí, dicen algo –y, con frecuencia, bastante– acerca de la personal historia del historiador. Nada, absolutamente nada, acerca de lo historiado. La cautela es aquí un deber profesional. Moral, por tanto. Los afectos son sagrados en quien escribe: porque son suyos. Y demoníacos, si los transmite a lo escrito. Sustraer el análisis de lo estudiado a cualquier campo de valoraciones afectivas es la norma sin la cual historiar se trueca en catequesis ridícula. A eso busqué atenerme durante el medio siglo de mi docencia universitaria. Claro que yo era un privilegiado: mi territorio de investigación era el siglo XVII. A esa distancia, proyectar afectos sería presentar solicitud de entrada al manicomio.
Pero, aun así, basta historiar a los historiadores de una disciplina para sonreírse cortésmente de sus pretendidas «cientificidades». Lean, si no, en el exquisito Marcel Proust de La recherche du temps perdu, el pasaje de «La prisionera» que describe la muerte del esteta Bergotte, ante lo que él juzga el más bello momento de la pintura: «Un fragmento de muro amarillo con un toldo». Y Proust deja caer su rápida nota de melancolía sobre esa «Vista de Delft», pintada, en torno a 1660, «con tanta ciencia y refinamiento por un artista para siempre desconocido y apenas identificado bajo el nombre de Ver Meer». Para siempre desconocido y casi inidentificable, el durante dos siglos olvidado Johannes Vermeer, ante cuyos pocos cuadros se apelotonan hoy batallones de turistas en los museos de Ámsterdam y La Haya. Hay pocas cosas más divertidas en esta vida que releer historias del arte escritas hace uno o dos siglos y constatar a qué llamaba «obra maestra» un erudito de final del XVIII o inicio del XIX. La misma risa les dará a los estudiosos que nos lean a nosotros dentro del mismo plazo. Y al Johann Sebastian Bach que hoy nos maravilla, apenas lo escuchó nadie durante un siglo y medio.
Cada presente inventa su pasado. Eso que el historiador serio busca atenuar con todos sus filtros técnicos pasa a convertirse en una orgía de odio peligrosísima cuando son iletrados políticos quienes lo ejercen. Más aún, si lo ejercen sobre materias que no van de estética sino de muerte. Más, cuando regulan momentos trágicos, cuyas víctimas indirectas –y puede que aún directas– están vivas. Porque lo trágico vivido nunca pasa. Y quien pasó por él queda herido sin cura y para siempre. Juzgo imposible historiar con rigor a menos de un par de siglos de distancia. Mis colegas, que se esfuerzan por describir con seriedad el siglo XX, pensarán, con seguridad, que me equivoco. Es un viejo debate académico. Sé, sin embargo, y ellos saben, que, a esa distancia corta, la proyección de afectos valorativos conduce, no sólo a la estupidez; conduce a algo peor, mucho peor: el retorno del doloroso pasado bajo la forma de un odio vengador, cuyos simbólicos tintes homicidas debieran preocuparnos.
No voy, a estas alturas, a evocar mis afectos familiares en el hosco mundo de la España de hace casi un siglo. Esenciales para mí. Irrelevantes para la historia. Sé –nadie en su sano juicio ignora eso– que el sórdido uso gubernamental de desenterrar cadáveres para trocarlos en votos, ese uso que inauguró Zapatero y que Sánchez convirtió en cínico negocio, lo pagaremos todos. No sólo los canallas que maquinaron hacer en las urnas recuento de despojos. Todos. Estuvieran del lado en que estuvieran nuestros padres. No, no somos aquellos. Aunque amemos a algunos de ellos y detestemos a otros: tal es la condición humana. No podemos ya salvarlos de su carnicería: que fue suya. Ni condenarlos. No son. Fueron. Y hacer que lo que fue no haya sido, dice San Agustín que ni Dios lo puede. Mas son los gobernantes dioses locos. Pueden todo. Eso sueñan.
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