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03 de mayo de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Rubiales y el coro del Ministerio de Igualdad

A ver si por no resucitar a Irene Montero se nos va a olvidar que el comportamiento del sujeto es una vergüenza imperdonable

Actualizada 01:30

Éste es el tercer artículo que escribo en torno a Rubiales, a lo que hay que sumar una entrega del podcast «El Centinela»: un volumen excesivo, y a la vez inevitable, que probablemente haya desviado la atención de otros hechos relevantes ocurridos, o en fase de ejecución, en un agosto nada inactivo.
La amnistía de Sánchez al golpismo, ya en marcha y con todo el aroma a pucherazo constitucional; el desafío del PSOE al propio Rey con su resistencia inicial a entender el intento de investidura de Feijóo; la ruptura de la liturgia democrática perpetrada por el sanchismo con su negativa a reconocer su derrota y la apropiación en falso de una inexistente «mayoría social» o, incluso, el coqueteo cada vez más evidente con la aceptación de un referéndum de autodeterminación en Cataluña componen el cuadro real de una España zaherida en la que, sin embargo, solo cuentan las andanzas de Rubiales.
El exceso que ha rodeado el caso complica aún más la aproximación decente al asunto, pues parecería que en la sanción rotunda al impresentable comportamiento del personaje iría incluido un respaldo, inviable a todas luces, a las nefandas políticas, leyes y discursos que se han impulsado en nombre de la mujer desde que el sanchismo, y sus aliados populistas, descubrieran en ella un suculento nicho electoral.
Pero solo se puede criticar el delirante universo feminista del Gobierno, que pretende dar más gravedad al repugnante comportamiento de un viejo amigo de Sánchez que a la chapuza legislativa impulsada por él en beneficio de más de mil delincuentes sexuales o a sus silencios en los abusos a menores en Baleares o Valencia, si antes se fustiga como merece al expresidente de la Federación de Fútbol y se comprende la profunda sentina de la que le salieron sus gestos y la insólita gestión posterior de todo.
No hace falta convertir a Rubiales en un agresor sexual, que no lo es al menos con los datos conocidos, para repudiarle hasta el infinito por su vergonzosa grosería, su manifiesto abuso del poder, su incapacidad para representar a nada ni a nadie y su condición de emblema de un tipo de hombre que, cuando ostenta la máxima jerarquía, la utiliza para permitirse excesos intolerables.
Y sí, especialmente con las mujeres, que sufren este tipo de actitudes en muchos centros de trabajo cuando a su condición de subordinadas se le añade una evidente inferioridad física: no es lo mismo Rubiales besando a una futbolista que Anabel Alonso a Jordi Cruz, pues en el segundo caso no hay superioridad laboral ni el peligro latente es el mismo, por mucha coincidencia que haya en ambos casos en al menos un punto, el de la vulgaridad.
El presidente de la Federación no irá a la cárcel por este abyecto episodio, por mucho hiperventilado que le haya presentado como una especie de violador desatado, pero su previsible inocencia penal no le convierte en inocente en todos los sentidos.
Quedará para siempre retratado como un faltón, un grosero, un mentiroso, un chulo y un abusón que, lejos de pelear contra esa versión del feminismo radical que tantos estropicios provoca en la convivencia por su concepción apocalíptica de la guerra de géneros y la transformación de esa lucha artificial en un negocio político y económico, lo ha resucitado cuando estaba tan moribundo como Irene Montero.
Nadie ha hecho más que Rubiales por rescatar al destartalado universo del Ministerio de Igualdad, un chiringuito sustentado en la bulimia presupuestaria, el enchufe laboral y la burda ingeniería social. Pero para poder seguir diciéndolo, y combatiéndolo sin resuello, hay que denunciar primero sin excusas ni condiciones al dichoso Rubiales.
Y ponerse en el pellejo de tantísimas mujeres que, en su día a día, padecen a indeseables similares: no las van a violar, pero aguantar a un cerdo no tiene un pase. Y menos si el guarro en cuestión ejerce un cargo casi público y se frota o se roza en actos oficiales.
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