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30 de abril de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Sánchez: ¿el antisemitismo es un humanismo?

Israel –sea quien sea quien lo gobierne, a izquierda como a derecha– no puede permitirse la cobardía de Sánchez ni de Zapatero

Actualizada 01:30

No pienso que el Doctor Sánchez sea muy dado a la lectura: lo suyo son los negocios conyugales. Está en su pleno derecho. Como lo estoy yo –exento de creencias de cualquier tipo como lo soy, exento de cualquier interés conyugal como lo estoy– de releer en voz alta uno de los más hermosos tratados de tradición talmúdica en la segunda mitad del siglo XX: «¿Qué manda la voz de Auschwitz? Se prohíbe a los judíos proporcionar victorias póstumas. Se les manda sobrevivir como judíos para que el pueblo judío no perezca. Se les manda recordar las víctimas de Auschwitz para que su memoria no perezca. Se les prohíbe desesperar del hombre y su mundo, y buscar escapatoria en el cinismo o el espiritualismo, para que así no contribuyan a entregar el mundo a las fuerzas de Auschwitz».
El tratado lleva el título de La presencia de Dios en la historia. Existe traducción española: hasta una inteligencia tan limitada como la del Doctor puede entenderlo. Hasta un envergadura ética tan canija puede extraer de él un par de lecciones. La primera –que todos conocemos desde, al menos, el ensayo de Sartre de 1948– es que no hay un solo europeo que se pueda sentir a salvo mientras haya un judío que pueda temer por su vida. Que la existencia de Israel es la garantía única de que la barbarie que, en el corazón de la Europa de hace un siglo, proclamó el exterminio total de un pueblo, no vuelva a repetirse. «los judíos, después de Auschwitz», concluye Fackenheim, «representan a la humanidad al afirmar su condición judía… Después de los campos de exterminio, se nos deja un único valor supremo: la existencia».
El Hamás, cuyos dictados pretende el presidente español que Israel acate, es una organización terrorista. También un Estado criminal, sostenido por la criminal teocracia iraní, que absorbe totalitariamente en sí a la población que vive bajo su imperio en Gaza. Hamás fue erigido sobre un manifiesto fundacional que exige, como condición previa a todo –a todo–, el exterminio completo de los judíos israelíes. Sin matices. Lo sucedido el 7 de octubre es la puesta en práctica literal de ese mandato. 1.400 judíos fueron asesinados. Unos doscientos secuestrados. Las mujeres, rematadas in situ, fueron previamente violadas por sus ejecutores. Las secuestradas lo fueron –lo siguen siendo, seis meses después– por sus captores. Nadie sabe cuántos de los 250 secuestrados han sobrevivido a sus torturas. Ni cuantos de aquellos son ahora ya sólo cadáveres.
Hagamos un sencillo cálculo escolar para el Doctor Sánchez. Si no sabe leer, si para escribir necesita un ejército de negros, tal vez las reglas de tres si se las enseñaran en la escuela primaria. En los datos demográficos más recientes, España contabiliza 48.592.909 habitantes. Israel, 9.830.720. Los israelíes asesinados –en modos atroces– por Hamás el 7 de octubre fueron 1.139. La equivalencia en términos poblacionales sería la de 7.414,45 españoles. Es altamente verosímil que al Doctor Sánchez el asesinato de siete mil cuatrocientos compatriotas no lo moviera a respuesta alguna. Salvo a la rendición. Fue lo que hizo su predecesor Zapatero. Nadie se lo reprochó. Fue premiado con una victoria electoral que torció para siempre el rumbo y la decencia de la España contemporánea.
Pero Israel –sea quien sea quien lo gobierne, a izquierda como a derecha– no puede permitirse la cobardía de Sánchez ni de Zapatero. Por una nimiedad que hace su caso único en el planeta: la certeza que tienen sus ciudadanos de que el día en que los judíos pierdan una guerra en cualquiera de sus fronteras bárbaras, serán exterminados. Desaparecerá el país y serán pasados a cuchillo todos sus habitantes. Todos. Hamás lo ha expresado así siempre: el único reproche que cabe hacer a Hitler es que no completase su tarea histórica. Y así ha actuado.
Desde 1948, Israel ha aceptado fijar tratados fronterizos con sus vecinos. Sus vecinos, no. En Camp David (año 2000) estuvo a punto de lograr ese proyecto de vecindad entre Estado Israelí y Estado Palestino. Arafat salió de la reunión, presidida por el presidente Clinton: «Nos lo conceden todo», comunicó a sus lugartenientes. «Pues procedamos», respondieron éstos. «Nos lo conceden todo, pero no voy a firmar». Estupefacción: «¿Por qué?» Mirada despreciativa del Rais hacia sus jóvenes delfines: «Porque si firmo, los islamistas nos matarán a todos».
No importa que el Doctor Sánchez no sepa leer. Viven aún quienes pueden contarle aquel diálogo que acabó definitivamente con la paciencia de Bill Clinton. Y con toda esperanza que no sea la de borrar a Hamás del mapa del Cercano Oriente.
Pero Sánchez persevera: el «cruel» Israel debe ser condenado; y salvada la inocente heroicidad de Hamás. Fackenheim llama a eso deleitarse en «la aniquilación por la aniquilación, el asesinato por el asesinato, el mal porque sí». O por la Moncloa.
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