Los Papas y mi madre
Mi madre quiso y veneró más a unos Sumos Pontífices que a otros, pero no toleraba críticas ni bromas. «Criticar al Papa es poner en duda la luz del Espíritu Santo»
Las noticias no son alentadoras. Su Santidad el Papa Francisco mantiene su lucha con la muerte pero, cada día que pasa, con menos esperanzas de triunfar sobre ella. Se trata del paso más consolador en la vida del Vicario de Cristo, del sucesor de Pedro. Las palabras del Cardenal Camarlengo anunciando el fallecimiento del Papa resultan tan llanas y sencillas, como lógicas y conmovedoras. «El Santo Padre ha vuelto a Su Señor». Y ustedes se preguntarán, con toda la razón del mundo, qué tiene que ver con la muerte de un Papa con la memoria de mi madre. Se trata de un desajuste continuado a lo largo de la vida de la maravillosa mujer que me trajo al mundo, con nueve hermanos más.
Mi madre era profundamente religiosa. Cuando falleció Pío X tenía un año. Y con un año no se le pueden pedir explicaciones a nadie. Con Benedicto XV cumplió dos años, y tampoco era cosa de exigirle responsabilidades. Todo se inició con el Papa Pío XI, al que mi madre le tomó algo de manía porque no mostró excesivo cariño a los miles de españoles, que en plena II República, viajaron hasta Roma para asistir a la boda de Don Juan y Doña María, con el Rey Alfonso XIII exiliado y la Reina Victoria ausente. Con Pío XII no tuvo justificación su falta. Mi madre organizó un viaje para asistir a un acto multitudinario en la plaza de San Pedro y ver, desde la lejanía, la figura de Su Santidad, que era una figura del Renacimiento. Pero en octubre de 1958, Su Santidad falleció. Y mi madre viajó hasta Roma para acompañarlo y llorarle durante su entierro. Con Juan XXIII lo mismo. Tantos hijos y obligaciones, un viaje perfectamente programado, al fin la ilusión de ver al Papa en persona, y cuando se sentía próxima a la ilusión, el Santo Padre Roncalli enfermó y falleció. Y mi madre voló a la Ciudad Eterna para estar presente en su funeral e inhumación. Con Pablo VI, lo mismo de lo mismo. Con peor suerte si cabe. La audiencia Papal era privada, pero se interpuso entre Su Santidad y mi madre una intervención quirúrgica y hubo que suspender el viaje y la audiencia. Falleció Pablo VI, y mi madre se consoló con una tercera asistencia al entierro del Santo Padre. Sucedió a Pablo VI el cardenal Albino Luciani, Juan Pablo I. Falleció apenas un mes después de su elección. Lo supe en ABC y se lo comuniqué por teléfono. —Madre, ha muerto el Papa—. Ella, incrédula preguntó: —¿Otra vez? Pero si acaba de morirse—. Cuarto entierro. No hubo más caso. Los que habrían sido sus queridísimos y adorados Juan Pablo II y Benedicto XVI, no se adelantaron a ella y Dios se la llevó durante una noche, en su casa y en pleno sueño, sin dolor ni angustia. Enterrar a cuatro Papas no está al alcance de cualquiera.
De ahí que vuelen hacia atrás los recuerdos de mi madre, que ahora estaría preparando el viaje para ver en persona al Papa Francisco, que por desgracia se está marchando poco a poco con desasosiego y sufrimiento. Mi madre quiso y veneró más a unos Sumos Pontífices que a otros, pero no toleraba críticas ni bromas. «Criticar al Papa es poner en duda la luz del Espíritu Santo». Vivió y voló hacia arriba con la fe del carretero, y en su sentido del humor no admitía ningún tipo de comentario desdeñoso que afectara al Papa. A cualquier Papa. A los que no pudo ver. En la visita de Juan Pablo II a España, mis padres fueron invitados a la recepción matutina en el Palacio Real. Al fin iba a ver y saludar a un Santo Padre vivo, y en este caso —séame permitida la excepción—, un Papa Santo cuya fuerza derrumbó el muro, el telón de acero y sangre que separaba en Europa la libertad y la prisión, los derechos humanos y la brutalidad comunista. Un Papa que sufrió en Polonia a los nazis y a los soviéticos. El que definió a España como la «Tierra de María». Un Papa que fue tiroteado por un búlgaro contratado por la KGB y al que Su Santidad, ya recuperado de sus gravísimas heridas, visitó en la cárcel para ofrecerle personalmente su perdón. Aquella mañana, mi madre no pudo acudir al Palacio Real porque su desastrosa mala salud se lo impidió.
Enterró a cuatro Papas. No pudo ver en persona a ninguno. No se trata de un cuento, ni de una fábula. Es la historia de un injusto desajuste.