El veneno en el libro
El ejemplar de Huysmans que figura en mi biblioteca no tiene, desde luego, la belleza de aquel cuyo primoroso lomo de piel palpé con reverencia en un anticuario del Barrio Latino, allá por el verano de 1969
No existe un escritor que no sueñe con eso. Oscar Wilde, al final del capítulo décimo de su Retrato de Dorian Gray cifra el fantasma de cierto libro a cuyo poder corrosivo han de rendirse un mundo y una vida. «Era una novela» –escribe– «sin argumento y con un solo personaje… El libro estaba escrito en un estilo curiosamente ornamental, gráfico y oscuro al mismo tiempo… Había en él metáforas tan monstruosas como orquídeas, y con la misma sutileza de color… A veces era difícil saber si se estaba leyendo la descripción de los éxtasis de algún santo medieval o las morbosas confesiones de un pecador moderno. Era un libro venenoso. El denso olor del incienso parecía desprenderse de sus páginas y turbar el cerebro. La cadencia misma de las frases, la sutil monotonía de su música, tan lleno como estaba de complejos estribillos y de movimientos elaboradamente repetidos, produjo en la mente de Dorian Gray, al pasar de capítulo en capítulo, algo semejante a una ensoñación, una enfermedad del sueño que le hizo no darse cuenta de que iba cayendo el día y creciendo las sombras…»
El Retrato de Dorian Gray fue el primer escrito de Wilde que cayó en mis manos. Pienso –no estoy seguro– que debía yo andar entre los trece y los catorce años. Más que el lienzo que da nombre a la novela, me sedujo la imagen semioculta del libro al cual su protagonista otorgaba tan letal belleza. La ignorancia, acorde con mi edad de entonces, me hizo dar por sentado que era un invento más de la prodigiosa imaginación del dandy dublinés. Tardé mucho, como medio decenio, en dar en una librería de viejo del Barrio Latino con cierto desconocido volumen –carísimo para mí entonces–, que ojeé con el apego que imponen de inmediato los objetos materialmente bellos. Lo busqué, al día siguiente, en la biblioteca de Sainte-Geneviève, esa asombrosa cárcel de luz y de vacío que maquinara en 1851 Henri Labrouste al costado del Panteón.
La bibliofilia es una estética refinada, nada más que eso. Mas de esa nadería pueden venirle dones asombrosos al que es lo bastante paciente para no esperar trascendencias. Abrí el libro sin especial interés por su lectura: me bastaba, creía yo, con su vista y con su tacto. Y ya no pude cerrarlo. La alambicada depuración de su francés contrastaba con el nombre, de resonancia flamenca o neerlandesa, del autor. No di con una traducción satisfactoria para el título; sigo sin dar con ella. En su elusión de cualquier finalidad o contenido narrativo, resonaba aquel «vacío perfecto» cuya potencia devastadora proclama el más hondo de los tratados taoístas. Pero, a las muy pocas páginas, en la voz de su protagonista, Des Esseintes, me fue viniendo el eco familiar de lo leído hacía mucho y hacía mucho olvidado. No tardé demasiado en darme cuenta de que tenía en las manos aquello que, en el Wilde de mi indolente ignorancia de los trece o catorce años, tomé por fantasía literaria: la de un libro cuya fascinación fuera infinita por no hablar de nada, la de una escritura que fuera sólo escritura. Sin objeto. A partir de aquel paréntesis en Sainte-Geneviève, Karl-Joris Huysmans y «À rebours» han sido conjuros con los que ir sorteando la pesadez de vivir en un mundo cada vez más grosero, cada vez más ignorante, definitivamente ahora ágrafo. Bárbaro, pues.
El ejemplar de Huysmans que figura en mi biblioteca no tiene, desde luego, la belleza de aquel cuyo primoroso lomo de piel palpé con reverencia en un anticuario del Barrio Latino, allá por el verano de 1969. Pero el frívolo placer bibliófilo de entonces ha cedido, con los años, a otra cosa. Puede que más frívola, me da lo mismo. La maravilla de leer palabras sin objeto, sin destino, sin coartada moral o humanitaria. Palabras sólo. Bien armonizadas. Que construyen un álgebra autista. Más tenue que la música. Y más indestructible. De poquísimos libros que haya leído, puedo decir eso.
Releo, en la madrugada madrileña, a Karl-Joris Huysmans. Me dejo arrebatar por el mismo veneno que ante sus páginas narcotizaba a un dublinés maldito. Y, de repente, el mundo deja de ser fosa séptica. Deja de ser. No existe un escritor que no sueñe con lograr eso. Apenas si hay alguno que lo consiga.