Sánchez tiene cara de reo
Todas las barbaridades que hace el líder socialista obedecen ya a su afán por salvar su procesamiento, y eso le hace muy peligroso
Pedro Sánchez lleva 14 meses sin acudir al Senado. Se salta habitualmente las sesiones de control al Gobierno y las ordinarias en el Congreso. No celebra el Debate del Estado de la Nación. Incumple la obligación constitucional de presentar en el Parlamento los Presupuestos Generales del Estado y gobierna, sin una mayoría estable y tras perder las elecciones generales, con las cuentas prorrogadas de otra legislatura, algo sin precedentes en España y en Europa.
No da entrevistas a medios críticos, solo responde a preguntas de periodistas cercanos, comparece en formato de monólogo sin réplica o no lo hace; ignora sistemáticamente las resoluciones del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno; no ha dado ninguna explicación pública razonada y razonable de los múltiples casos de presunta corrupción que le rodean tras llegar al asalto a La Moncloa exigiéndoselas a Rajoy y, entre otros desperfectos, acumula reveses en la Audiencia Provincial y la Nacional y en el Tribunal Supremo y el Constitucional, en este último caso cuando no era el despacho de abogados privatizado por La Moncloa.
Que en ese contexto hediondo él se ría sin ganas y alguien le aplauda por dinero forma parte de un juego lascivo de poses e intereses, pero que además se permita dar lecciones democráticas enciende todas las alarmas: no se conforma con disimular su decrepitud a duras penas, entre vítores subvencionados que solo engañan a quienes viven del sistema; además pretende convertir sus vergüenzas en una plataforma para repudiar y perseguir a quienes las exhiban y enjuicien, con múltiples excusas, a cual más mala.
La penúltima es acosar al periodismo como nunca, con los Patxi López de turno presentando la cadena de informaciones impecables sobre las vergüenzas, mentiras y quizá delitos del entorno de Sánchez como un «acoso» personal que roza a su juicio la violencia.
Ni una palabra sobre la catarata de autos judiciales, informes de la UCO, noticias contrastadas y testimonios incriminatorios que explican la ya insondable lista de imputaciones y procesos de los máximos colaboradores de Sánchez y de su propia familia, atrapados todos en una tupida red corrupta e interconectada en la que siempre aparecen los mismos, en un papel u otro, con un mismo puerto donde atracar: La Moncloa.
Y en la que, por cierto, los problemas derivan ante todo de las delaciones, arrepentimientos, filtraciones y declaraciones de todos ellos, más por deseo de negociar un buen acuerdo con la justicia que de un sincero acto de contrición: se pretende rebajar la penitencia penal y, por eso, se necesita contar toda la verdad a la espera de un pacto en los tribunales que reduzca las condenas.
Las aguas estancas de Sánchez huelen a desafío al Estado de derecho por simple supervivencia, más que por deseo de eternizarse en un poder que ostenta pero no controla en nada decente: toda su acción de Gobierno reside en Waterloo, o en los pueblos de Otegi, Junqueras o Belarra. Pero la capacidad de defensa, con la malversación cuanto menos moral de las funciones de un presidente decente, sí está a su alcance desde las instituciones ocupadas previamente por esbirros como García Ortiz, Tezanos o Conde-Pumpido.
Vemos así, en directo, el pulso entre un pobre hombre con aspecto de reo que dispone sin embargo de potentes armas caducas y una democracia atónita por la envergadura del desafío que, sin embargo, resiste. Pero hay que preguntarse ya, en voz alta, hasta dónde estará dispuesto a llegar Sánchez por algo tan prosaico como salvar su trasero. Porque de eso va todo lo que estamos viendo: de una mala persona que hizo algo intolerable para ser presidente y ahora está dispuesto a todo para no acabar en el banquillo de los acusados, que es su sitio natural. Quien no lo vea, ha de acudir con urgencia a la óptica más cercana.