Sobre Ndongo, Quiles y compañía
El activismo no es periodismo, pero es infame ponerse estupendo cuando el gran problema es el autoritarismo del Gobierno
Ha salido en tromba la práctica totalidad del periodismo parlamentario español ondeando un editorial de El País en el que pedía civismo contra los «ultras» de la profesión, exigía la retirada de la acreditación en el Congreso y melodramatizaba sobre el deterioro de la democracia.
Es cierto que ha nacido una clase de informadores que, al calor de la crispación inducida por el Gobierno y de las bondades virales de las redes sociales, pertenece más a la categoría del activismo que a la del periodismo.
Pero eso no es nada nuevo: con otras formas, pero sobre todo con objetivos cinegéticos en la derecha, nació y creció Jordi Évole, para cuyo éxito nunca fue un problema utilizar parecidas herramientas a las que ahora se repudian en esos casos o en el de Cake Minuesa, intrépido reportero que de ser de izquierdas tendría programa nacional propio y acumularía premios tal vez.
No nos engañemos: no se proscribe el activismo, se rechaza que no se practique en la dirección correcta para el ecosistema falsamente progresista, ése al que nunca preocupa el qué y siempre se centra en el quién: si la esposa fuera de Rajoy o el hermano de Aznar, los mismos alaridos que dan ahora en defensa de la cochambrosa respuesta de Pedro Sánchez y sus mariachis, apelando a la máquina del fango para ahorrarse alguna explicación decente, tornarían en una campaña de presión hasta conseguir el derribo del Gobierno.
A mí nunca me gusta que el activismo sustituya al periodismo, y sin necesidad de criticar el arrojo de Vito Quiles o el talento de Jordi Évole, simplemente creo que su oficio es distinto al mío: una cosa es buscar la verdad y otra tratar, por todos los medios, que encaje en un relato previo que ya se ha decidido y todo lo más se quiere demostrar eligiendo los adornos que le confieran, sea como sea, apariencia de veracidad.
No hace falta, pues, censurar ni vetar ni perseguir a nadie, y mucho menos arrancarles un micrófono y arrojarlo a la vía pública, algo que de ocurrir con comunicadores del «lado bueno» motivaría una razonable protesta coral, incluyendo desde luego la mía: basta con decir que entre el espectáculo o el activismo hay la misma diferencia que entre el ajedrez y las damas, aunque ambos se jueguen en el mismo tablero.
La impostura de estigmatizar a unos y ensalzar a otros, prescindiendo de que el peor periodismo lo practican algunos de los más galardonados profesionales del ramo, más siniestros en sus cometidos pero más contenidos en las formas, esconde el verdadero problema alojado en la vigente democracia española, por inducción de un presidente del Gobierno que intenta manipular a la opinión pública y dotarse de impunidad con un pavoroso deterioro del Estado de derecho, consistente en asaltar todas sus instituciones para dar apariencia de legalidad al abuso reiterado, no solo hurtando su capacidad de frenarlos, sino transformándolos en blanqueadores de los mismos.
La manera de que un activista no tenga que asaltar a un dirigente político en la calle o en un pasillo, con formas inadecuadas pero algo mejores que las que sufre en sus propias carnes, es que no haga falta porque se respeta la liturgia de una democracia sana.
Que es bien fácil de definir: los periodistas preguntamos, en nombre del derecho constitucional a la información que delegan en nosotros los ciudadanos, y los cargos públicos responden. Unos con respeto, claro, pero otros con precisión.
A ver si el problema van a ser Ndongo o Quiles con un micrófono, utilizados luego para despreciar a todo el periodismo crítico en una causa general infame, y no todo un Gobierno persiguiendo a los periodistas, coaccionando a los jueces, subvencionando un periodismo sumiso, eligiendo quién y qué puede preguntar, legislando contra la separación de poderes, insultando día sí y día también a media España, y asaltando hasta el último rincón de Estado para fabricar un parque temático del sanchismo.
El drama no es que algunos pregunten, sino que el poder político ha dejado de responder y, aunque lleve la placa de sheriff, es en realidad el atracador.