Genocidio
Las lecciones morales a tiempo parcial merecen una respuesta, pero también un cambio de actitud en Israel
Es la palabra de moda en los ambientes «progresistas», los mismos que utilizan con tanta ligereza el término «nazi», con idéntica frivolidad a la que, en otros ámbitos más cotidianos, convierte en vulnerable a todo el que diga serlo.
El problema de generalizar términos reservados para ocasiones muy contadas es que, cuando llega el momento de la verdad, han perdido su sentido, se vuelven difusos o incluso invisibles: si todo el mundo es víctima, nadie es víctima, y la pléyade de fobias inventadas o hinchadas en nuestros tiempos atestigua el fenómeno: al equiparar el racismo con la gordofobia, lo primero pierde importancia.
Los buscadores de genocidios en Israel también coinciden con los negacionistas del fenómeno más remotamente parecido y cercano: hace más de dos años que el Parlamento Europeo declaró los crímenes de ETA de lesa humanidad y pidió que se aclararan los asesinatos pendientes, casi 300, con la respuesta bochornosa que todos conocemos.
El Gobierno aceleró el acercamiento de presos al País Vasco, para que desde allí los soltaran pronto; ha pactado con Bildu la Ley de Memoria Democrática y permite homenajes a los terroristas a plena luz del día, sin activar el comodín del delito de odio que sí pone en marcha si una concejala de Madrid murmura la palabra «sauna» a veinte metros de un rival socialista y gay.
Tanto ruido impide un debate decente sobre casi cualquier cosa y obliga a agotar el tiempo en replicar a cada exceso, lo que silencia la posibilidad de buscar eso tan preciado y sepultado como la verdad.
En el caso de Israel, el relato se ha ubicado en presentarle como un Estado asesino que quiere exterminar a Palestina, con la resistencia de la blanqueada Hamás, a la que solo falta ya ubicar en la misma estantería que a Médicos sin Fronteras o Save the Children.
Se aceptan las cifras, las explicaciones, las imágenes y cada intoxicación de una organización terrorista financiada por Irán que asesinó a cientos de chavales durante un concierto por la paz, secuestra la ayuda humanitaria, utiliza escuelas y hospitales como refugio y convierte a la población civil en escudos, haciendo siempre lo imposible para que haya más muertos y su martirologio propagandístico mejore.
Por decirlo de otra manera, el sufrimiento en Gaza es una operación de Hamás para blanquear ante el mundo la profunda amenaza global que supone el yihadismo: Israel es nuestra embajada en el infierno y quien pelea, también por nosotros, con alguien que haría y hace aquí lo que hace ya allí. Pero sufre el mismo descrédito que los Estados Unidos, vilipendiados durante décadas tras salvarnos de Hitler a partir de aquel cruel desembarco en Normandía.
Tildar a Israel de «genocida», como hace Sánchez con su habitual falta de escrúpulos para desviar la atención de sus problemas morales, penales y políticos terminales, no solo es un insulto a la inteligencia, a los hechos y a la historia y un auxilio impresentable al fundamentalismo iraní con sus sucursales.
Es además una agresión a la población civil de Gaza, pues impide decirle a Netanyahu lo que sí debe escuchar: que debe encontrar la manera de librar esa guerra, que es la nuestra, evitando los daños a la población civil, incluida aquella que se alinea con el odio a Israel y vota a Hamás. Que no pasa nada si se tarda, si se pierden batallas, si se sufre incluso algún daño, si con ello se demuestra el antagonismo entre los valores de unos y de otros.
Nadie con corazón puede permanecer impasible ante la muerte de un niño y esas imágenes horribles que no admiten otra digestión que el llanto y el rechazo. Y nadie con cabeza puede tragarse la burda corriente antisemita que recorre a Europa, socorre al radicalismo, aumenta el riesgo de contagio y manipula el dolor, una vez más, para tapar las vergüenzas propias, que en el caso de Sánchez son formidables: quien gobierna gracias a los amigos de ETA, se calla con el martirio en Venezuela y silencia el peligro integrista en Palestina, Yemen, el Líbano e Irán puede dar las mismas lecciones de derechos humanos que «La familia de la tele» de servicio público.
Israel tiene razón, sin más, pero ha de entender también que no basta con eso y que nada justifica, ni siquiera la certeza de que Hamás busca esas matanzas y pone todo de su parte para que se produzcan, un niño muerto. Quizá sería más fácil que lo asumiera si, en lugar de llamarles genocidas con tanto odio ideológico y trampas políticas, se les recordara con algo de afecto que el fin no justifica los medios nunca, y menos cuando se trata de una causa justa que provoca sufrimientos insoportables.
Posdata. Los sindicatos de Telemadrid difundieron el otro día una notita despectiva y condenatoria por un mensaje que incluimos en el programa que dirijo y presento cada noche de lunes a jueves. Decía así: «Ante la vulneración de los derechos humanos, el silencio no es una opción para este programa. Paz en Israel y en Palestina, para los homosexuales y las mujeres perseguidas en Irán, con la represión, el exilio y el fraude electoral en Venezuela, con los cristianos asesinados en Nigeria. Con todos. Siempre. No a veces».
Por lo visto les molesta que, en lugar de hacer como TVE, aquí creamos que la causa de los derechos humanos debe invocarse siempre. No le resta solidaridad con la población civil de Palestina: le añade el sufrimiento en otros rincones del mundo que, por lo que sea, no tienen ninguna atención. En un buen corazón cabe todo. Hay buenos cardiólogos para los casos de insuficiencia. Estaré encantado de darles sus señas, por si acaso.