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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Periodistas o algo parecido

Antes, los periodistas éramos llamados por la Justicia a defendernos cuando alguien presentaba una denuncia por vulnerar sus derechos a la intimidad o la propia imagen. Ahora, algunos van voluntariamente a testificar para sacar de un apuro a un altísimo funcionario del Estado

Actualizada 01:30

Este artículo no es un ajuste de cuentas. Ni un desahogo. Aquí no van a encontrar nombres propios, ni impropios nombres que les lleven a exclamar: ya me parecía a mí. Ni señalaré periódicos concretos, ni platós de televisión. Como me enseñaron mis maestros, dejo a la inteligencia del lector —que me consta que en El Debate es muy fértil—, para que rellene los espacios en blanco —eso que se dice leer entre líneas. Y no lo hago por miedo, o porque perro no come carne de perro, ni siquiera por evitar entrar en polémicas incómodas. No, lo hago por mí, sencillamente por mí. Porque con muchos de estos colegas me hice mayor. Otrosí: me hicieron mayor en el periodismo, ya queaa no pocos admiré, de muchos sentí como puñales sus exclusivas porque me demostraron mi torpeza, a varios los respeté como fuente de autoridad, y de otros tantos aprendí a olfatear noticias, a documentarlas y a contrastar, cuantas veces fuera necesario, cualquier atisbo de primicia.

Hoy no los reconozco profesionalmente. Ni los admiro. Ni los respeto. Ya son parte de una foto sepia, poso de una profesión que está herida de muerte. Todos ellos, con la pátina del tiempo como estandarte de la edad, que no de la veteranía en valores, y los galones de la decencia profesional arrancados, se han transformado en agentes del sistema. (Defina sistema en español, me dirán. Fácil: Sánchez, Begoña, Azagra y el fiscal general del Estado). Son activistas camuflados de periodistas. Yo esto no lo vi venir. Estoy acostumbrada a debatir con pseudo analistas, personajes vomitivos alimentados a partes iguales por los partidos y por radios y teles para repetir como papagayos las mentiras y los argumentos del sanchismo. Pero quise diferenciar entre estos —algunos hasta imputados y luego contratados por cadenas públicas— y los plumillas de toda la vida que, aunque escribieran en periódicos con ideario diferente a aquellos en los que yo trabajé, aún conservaban cierta honestidad y respeto a códigos deontológicos casi en desuso.

Hoy ya no hay diferencias entre ellos. O sí, pero en desfavor de los que todavía creía con criterios profesionales. Por lo menos, a los pancarteros sin oficio ni beneficio enviados por Pedro Sánchez a las tertulias les reconozco una justificación: la imperiosa necesidad de juntar un suculento salario a fin de mes que jamás cosecharían en sus profesiones originales —sindicalistas, abogados, politólogos— donde son la escoria del gremio. Ahora ya sé que son peores los profesionales travestidos de objetividad que hace tiempo traspasaron la línea continua de la vida, aquella que nadie pisa a no ser que se arriesgue a ser multado con 200 euros por la DGT o, si es en el periodismo, esté dispuesto a pagar el coste de perder la ética profesional. Una asignatura de la Facultad, por cierto.

Estos antaño profesionales tienen además un vicio cada vez más acentuado. Cuando más hedor desprende su desempeño es cuando enarcan la ceja, se convierten en verificadores de trabajos ajenos (censores), dictan sentencias sobre el grado de bulos que exhalan medios normalmente de la competencia y enmascaran el ejercicio del peloteo al Gobierno declarándose sujetos que solo quieren el bien de la sociedad, limpiar de crispación el ambiente, comprometerse con la convivencia, propiciar el reencuentro y apartar a la extrema derecha de nuestras vidas. Todo eso, mientras consultan el móvil para ver si Bolaños ha exprimido más a su ejército de propagandistas y todavía les cabe una sandez oficial más entre salivazo y salivazo.

Estos son los más peligrosos. Los que los conocemos desde hace mucho tiempo sabemos que eso del progresismo es ahora su nuevo karma, que en nada se corresponde con comportamientos que vieron nuestros propios ojos en épocas pasadas. Estos autotitulados catedráticos en Teoría de la Información han olvidado que la prensa debe ser incómoda con el poder, analizar el comportamiento público de los poderosos, escudriñar su relación con el dinero y las influencias públicas; en las antípodas por ejemplo del hecho insólito de que un informador acuda a los juzgados a salvar a un fiscal general procesado («es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas», sostenía Larra).

Antes, los periodistas éramos llamados por la Justicia a defendernos cuando alguien presentaba una denuncia por vulnerar sus derechos a la intimidad o la propia imagen. Ahora, algunos van voluntariamente a testificar para sacar de un apuro a un altísimo funcionario del Estado, custodio de informaciones sensible y acusador público de delincuentes, que un día creyó ser jefe de gabinete de un presidente del Gobierno, a quien había que lavar sus vergüenzas sirviéndose de periodistas mercenarios.

Algunos vamos a seguir haciendo lo contrario: denunciar a los poderosos y también a sus brazos armados y mimados. Estos son los peores, porque un día mudaron su respetable oficio y se disfrazaron de mullidas alfombras para amortiguar las pisadas del poder.

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