Salvajismo en el Parlamento de Westminster
¿Cómo pueden unos países del nivel de Inglaterra y Gales aprobar la barbaridad de matar niños impunemente hasta el último día del embarazo?
Al contemplar la historia con ojos actuales nos cuesta entender que en determinados períodos se aceptasen, o hasta se llegasen a dar por «normales», barbaridades que hoy nos aterran. Hablamos desde sacrificios humanos rituales a la esclavitud, pasando por la tortura, o las matanzas en serie de Hitler, Stalin y Mao, que sus regímenes veían como instrumentos aceptables en la senda hacia la feliz meta del paraíso proletario.
Estoy convencido de que cuando en el futuro se estudie a la humanidad del siglo XXI se sentirá idéntico desconcierto y repulsión ante el triunfo y aceptación del aborto. Los historiadores y científicos sociales se preguntarán cómo aquellas sociedades llegaron a festejar en sus parlamentos como «un derecho» la barbaridad de asesinar a bebés en el útero de la madre (en España la natalidad está por los suelos, pero el número de nasciturus eliminados anualmente equivale al de niños nacidos en los cuatro primeros meses de este año).
Mi perenne admiración por Inglaterra, que comenzó de niño con los Beatles y los Stones y continuó luego con su humor, su fair play y sus graciosas excentricidades, acaba de recibir una dentellada. Desde este lunes me costará observar a los ingleses con la misma simpatía. Cuesta sentir afecto por un pueblo que está extraviando su celebrado sentido de la justicia y está perdiendo su alma. El Parlamento de Westminster ha aprobado por goleada —379 votos a favor y 137 en contra— la despenalización del aborto en cualquier momento del período de gestación. Traducción: barra libre si te quieres cargar a un bebé en cualquier instante, incluso si tiene ya nueve meses y está totalmente formado. Si no ha salido todavía a la luz todo vale contra él, si así le apetece a la madre. Sé que suena durísimo. Pero es lo que hay.
Hasta ahora, el aborto estaba permitido en Inglaterra y Gales hasta la semana 24 del embarazo. A partir de ahí se sancionaba, incluso con penas contundentes de cárcel. Pero ha llegado el Gobierno laborista y ocurre lo de siempre. El mal llamado «progresismo», incapaz de abordar con éxito los problemas reales de la gente común, se ha puesto a cubrir sus carencias con la manta de la subcultura de la muerte: eutanasia y aborto.
La promotora de la descriminalización del aborto hasta el momento final del embarazo es la diputada laborista galesa Tonia Antoniazzi, de 43 años y padre italiano. Licenciada en lenguas foráneas y ex jugadora de rugby, esta mujer corpulenta, de pelo corto y trajes chaqueta de colores chillones, semeja una caricatura acabada de la «progresista» de manual: feminista politizada, madre soltera y entusiasta de todas las causas habituales de la nueva izquierda, desde la liberalización del cannabis a la eutanasia.
Sus argumentos, latiguillos pueriles, no pasan el tamiz de la razón y la moral. «Las mujeres necesitan cuidados y apoyo, no criminalización. No quiero ver a las mujeres criminalizadas. No es justicia, es crueldad». Es un argumento inconsistente. Si nos ponemos así, otros podrían decir: «no quiero ver a los pobres atracadores de bancos criminalizados», «o no quiero ver a los que matan a sus vecinos en una discusión criminalizados».
La ley es una cosa, y las emociones, otra. Lo que se hace es enmascarar una auténtica burrada criminal envolviéndola en los algodones del sentimentalismo. ¿Qué atenuante puede justificar matar con un bisturí a un feto de siete, ocho o nueve meses? El respeto a la vida ajena debe limitar siempre la libertad de un individuo.
La promotora de esta enmienda, Tonia Antoniazzi, es madre de un único hijo, al que sacó adelante ella sola, con un enorme esfuerzo y mucho mérito. Imagino que es el tesoro de su vida, lo que más quiere y le importa. Según su planteamiento, si cuando estuvo embaraza de su niño hubiese decidido, por cualquier motivo, ordenar matarlo en un abortorio en el noveno mes del embarazo, no habría hecho nada punible. Ese planteamiento rechina moralmente. Molesta de manera instintiva a cualquiera que tenga la conciencia un poco en su sitio… pero no incomoda a los 379 diputados británicos que votaron a favor, de los que 291 eran laboristas (en una votación en la que los partidos dieron libertad para decidir en conciencia).
El Real Colegio de Obstetricia y Ginecología ha apoyado la enmienda despenalizadora (al parecer, ahora la ginecología ya no va de ayudar a traer niños al mundo, sino de lo contrario). Los partidarios de lo aprobado hablan de «un momento histórico para los derechos de las mujeres». ¿Se le puede llamar «derecho» a lo que en realidad es dar luz verde total para privar a otro ser humano de su vida, es decir, matarlo (usualmente por el móvil de llevar una vida más cómoda, primera motivación de largo del aborto según los estudios)?
Una vez más, las iglesias cristianas se han quedado casi solas enarbolando allí la bandera del bien y la cordura y la Católica promete «seguir luchando por la dignidad de cada vida». Cuando en el futuro estudien nuestras sociedades, nos verán como unos salvajes decadentes, que estaban enfermos de híper hedonismo y egoísmo. Se asombrarán de que hubo una época en que a la humanidad le importaba más el hielo del Ártico y el destino del lobo que el genocidio silencioso de millones de niños, el mayor crimen de nuestro tiempo. Y calificarlo así no es una opinión. Es un hecho.