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Cosas que pasanAlfonso Ussía

El cerdo

Y nada sería más saludable que esta gente que nos ha invadido con tan mala uva, y se aprovechan de nuestra hospitalidad con carácter subvencionado, se deje de vainas y recurran al cerdo. Si desean invadir España, que lo hagan con las armas de los españoles. Serían más civilizados y amables

Con independencia del buen hacer de los Reyes Católicos, he llegado a una conclusión que justifica el odio y las ganas de revancha del musulmán contra España. Ya lo cantó el gran poeta Fernando Villalón, conde de Miraflores de los Ángeles, formidable poeta tardío y fracasado ganadero de Morón de la Frontera, porque nadie, ni sus amigos Joselito y Belmonte, se fajaron con sus cuatreños. Intentó, mediante cruces, resucitar al viejo toro de Tartessos y que éstos tuvieran los ojos verdes. Tuvo que vender la ganadería. «Islas del Guadalquivir/ donde se fueron los moros/ que no se quisieron ir».

El gran secreto de esa animadversión, aparte de la ignorancia, resumida en la frase de un marroquí ocupante de Torre Pacheco (España es una nación que inventó Marruecos hace cien años), no tiene más que una explicación. Llevan siglos disimulando y comiéndolo cuando nadie les vigila. Al musulmán, desde Marruecos a las potencias del Golfo Pérsico, lo que más le gusta es comer cerdo, y especialmente, «jamoncito der güeno», lomo ibérico embuchado, y chorizos, sean de Pamplona o de Cantimpalos.

Les molesta y lo entiendo, que los españoles tengamos el privilegio de comer cerdo cuando nos da la gana. El español, desde que nace, comparte con el cerdo un romance. Un romance que para el cerdo no es positivo, pero sí para sus consumidores libres. «Del cerdo me gustan hasta los andares», dijo don Francisco Silvela. Su amigo y colaborador, don Santiago Liniers aumentó el grado de su dependencia porcina. «Y a mí, me encanta su conversación».

Hay que comprender su permanente molestia. Lo del cabrito cansa. El cerdo jamás lo hace, porque se cuentan por miles los productos y las recetas de cocina que se elaboran con la carne del cerdo. El Mesonero Mayor de Castilla, «Cándido» el segoviano, troceó ante mis ojos un cochinillo asado con un plato de loza, que posteriormente tiraba al suelo para demostrar que no había truco. Aquel día, en su mesón, cenaba un grupo de diplomáticos árabes, que siguieron la operación más pendientes del cochinillo que de pedirle perdón o explicaciones a Mahoma. Y Cándido ya repartiendo las raciones, sin deseos de ofender, dijo «Para los afortunados que pueden y para los afligidos que no pueden porque les regaña el Corán». Entre los diplomáticos se hallaba el embajador de Argelia, Khaled Kheladi, que en las cenas de la embajada, sacaba siempre bandejas repletas de un muy bien cortado «jamoncito der güeno».

El cerdo nos nutre, nos enloquece, nos emociona, y eso sí, nos separa de civilizaciones medievales. He encargado para mi casa una veleta con la figura de un cerdo. Morro al sur, viento sur; morro al norte, viento norte, noroeste o nordeste, y si yerra en su orientación, se lo perdonaré. El cerdo ibérico es una de las pruebas de la grandeza de la libertad. La calidad de los productos del cerdo en España nos coloca –en lo único–, a la cabeza del mundo libre. Y nada sería más saludable que esta gente que nos ha invadido con tan mala uva, y se aprovechan de nuestra hospitalidad con carácter subvencionado, se deje de vainas y recurran al cerdo. Si desean invadir España, que lo hagan con las armas de los españoles. Serían más civilizados y amables. Comer cerdo a escondidas queda muy mal.

Si bien hay que reconocer que existen otros cerdos en España muy difíciles de digerir. Cerdos, cerdas y 'cerdes'.

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