Las fugaces 'mademoiselles'
Las playas de San Sebastián, Fuenterrabía y Hendaya se lanzaron a los biquinis. En España se permitió a principios de los sesenta, pero los más breves en su dimensión textil eran los que se vendían en Francia
Con heroicas excepciones, las mademoiselles, educadoras, profesoras de francés y acompañantes de niños, duraban poco tiempo en las casas. En la nuestra, la de mis padres y hermanos, superaron la cifra de cuarenta, y todas, sin excepción, alertaron a mi madre, que era más partidaria de las alemanas, por su severo sentido del deber, y las inglesas, por feas. Insisto en que hubo gloriosas excepciones, como mademoiselle Delacourt, que educó a cuatro generaciones de los marqueses de Alfama, un ejemplar conjunto familiar portugués. Don Joao Pereira, viudo y con siete hijos la contrató. Falleció don Joao y le sucedió Don Luis, que falleció en extrañas y sospechosas condiciones. De Don Luis a Don Silveiro, que se casó con ella, y viuda de don Silveiro, decidió seguir educando a los varones de la familia, hasta que uno de los niños pequeños, con 46 años de edad, le pidió que le bañara porque le daba miedo estar sólo en el cuarto de baño. La de los Manso Lasarte también mereció la medalla de Oro al Mérito del Trabajo, que le impuso Franco en la terraza de «Toki Ona» en presencia del conde de Vastameroli, que le regaló en nombre de la familia 84 pastillas de jabones Lagarto, una por año cumplido.
¿Si despides a las francesas, por qué sigues contratando a francesas? le preguntó mi padre a mi madre, que efectivamente, poco pudo responder. Lo cierto es que Jocelyne nos enamoró a todos. De los diez hijos, ocho éramos varones, Y yo, junto a mi hermano Javier, tuvimos el honor y el placer de que durmiera con nosotros. Cuando se cambiaba, nos hacíamos los dormidos, y Jocelyne sabía que se trataba de un sueño falso, pero le gustaba que la analizáramos. Pero Javier fastidió el asunto con una imprudencia que mi madre no perdonó por su mal francés: «Maman, Jocelyne avait unes poitrines beaucoup de tendresses et aussi comestibles de nord a sud y de l´est al Ouest». Mi madre regañó a Jocelyne, le pagó un mes completo –estuvo cuatro días- y todos nos enfadamos profundamente con el mal francés de Javier.
Las playas de San Sebastián, Fuenterrabía y Hendaya se lanzaron a los biquinis. En España se permitió a principios de los sesenta, pero los más breves en su dimensión textil eran los que se vendían en Francia. El guarda municipal Iriarte, que se dedicaba exclusivamente a multar en Ondarreta a las mujeres con biquini a diez pesetas por sanción, dejó de tener trabajo, y se agarraba el casco blanco de la cabeza cada vez que vislumbraba a una biquinera. Ella corría, se metía en el agua e Iriarte farfullaba frases despectivas como «Ya te cogeré, guarra». Las mademoiselles tenían prohibido asistir a los bailes del Tenis, y el padre del Antiguo, Errementería, inició un domingo su prédica con estas palabras de sincera amenaza: «Muchas francesitas por aquí, ¿eh? y muy impúdicas».
Con los tiempos, todo cambió. Las playas vascas se sometieron al topless, y las francesas pasaron de ser mademoiselles a respetadísimas turistas. Cambió porque el municipal Iriarte se jubiló y el padre Errementería ascendió al sector A del Purgatorio, el de las grandes hogueras con descanso de ducha de agua fría cada cinco minutos. Pero fueron maravillosas, y todavía, cada vez que me cruzo con mi hermano Javier, se siente la tensión.