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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Silencio en nueve idiomas

Tuvo una extensa, intensa y larga vida amorosa...Me sentó a su lado. Escribí anteriormente que su acento español era de Chamberí. Le narré una batallita mía, me miró con sus ojos azules de Patinir y me soltó un «¡Anda ya!» de puesto de mercado

La conocí casi centenaria. Una inteligencia luminosa, aprovechada por su vida. Sabía nueve idiomas y no hablaba. A los 20 años yo era un simpático botellín madrileño, y si ustedes me lo permiten, algo más gracioso que el resto de los botellines madrileños. Pues eso, algo de Cádiz, cuarterón de El Puerto de Santa María. Nuestro anfitrión, el gran decorador portugués, enamorado de España, Duarte Pinto Coelho, que rechazó una oferta de la Casa Real británica para convertirse en el mantenedor oficial de los palacios y casas de su propiedad. Me habían contado de ella. Elegantísima, y con sentido del humor. –Mi humor es una mezcla del español, el italiano y el inglés. Los franceses no saben lo que significa el humor–. Era austríaca, y hablaba a la perfección nueve idiomas. El alemán adulterado por un acento vienés muy remarcado, el húngaro, el ruso, el español –modelo Chamberí–, el francés, el italiano, el portugués, el griego y el finlandés. –El finlandés lo utilizo para hablar con los bacalaos mientras me lo como–. Me regaló lecciones extraordinarias. –Hablo poco para no decir tonterías delante de la gente. La gente olvida los agravios, pero no a los idiotas–.

Tuvo una extensa, intensa y larga vida amorosa... Me sentó a su lado. Escribí anteriormente que su acento español era de Chamberí. Le narré una batallita mía, me miró con sus ojos azules de Patinir y me soltó un «¡Anda ya!» de puesto de mercado. No intervino apenas en la conversación general. –Ese que habla se cree interesante y es un verdadero tostón. Lo malo es que parecía inteligente y no lo es–.

Fue ella la que me animó a leer a Nathalie Clifford Barney, autora de una sentencia irrebatible. «La feminidad nada tiene que ver con el sexo. Un francés siempre será más mujer que una inglesa». Seguía con atención, y algo de hastío, la conversación de la mesa, que dirigía el pelmazo apuntado anteriormente. Hablaba tanto y con tan sombrías oquedades mentales, que Juan Antonio Vallejo-Nágera reaccionó con contundencia. –¡Calla de una vez, loro! El loro se lo tomó a mal, y educadamente abandonó la casa. Duarte Pinto se disculpó. –Es un pelmazo pero me ha encargado que decore su casa de Extremadura–. Habló ella, escuetamente. –Pues cóbrale el doble–.

Aquella mujer despampanante fue perseguida por los soviéticos y por los nazis. Una intervención diplomática de Franco salvó su vida. Y se alojó durante unos días, después de atravesar el Atlántico en el 'Cabo San Vicente' en la embajada de España en Buenos Aires.

Recuerdo su mirada, su elegancia y su capacidad de reducir aún más lo sintético. Y la recuerdo más cuando oigo a las cotorras descabezadas de las mujeres que mandan en España. Sus verborreas vacías, su odio a la sintaxis, su ausencia de pensamiento. Yolanda Díaz, Irene Montero, Juana Belarra, Marisú Ozú, Begoña Gómez, Pilar Alegría. ¿Hasta qué soterra hemos llegado para tener que oír las solemnes idioteces de esta banda de ultra feministas parlanchinas y desmemoriadas?

¿Y de ellos, qué? Lo mismo, o peor.

María Metternich con cien años me demostró que la inteligencia de una mujer huye de la ideología. Por tonto que sea, el hombre se cree ideólogo. Ellas no creen más que en el dinero. Ellos también.

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