El gobierno de los leales
En aras de agradar al jefe han llegado tan lejos que han olvidado que a quien deben la lealtad es al que tiene la última palabra sobre su futuro y les paga las nóminas cada mes: el ciudadano
La Real Academia de la Lengua define a una persona leal como alguien fiel, fidedigno en el trato o en el desempeño de un oficio o cargo. Recurro al diccionario para tratar de entender, porque, a estas alturas de legislatura, algunas conductas resultan incomprensibles. Pongamos por caso a las últimas portavoces del gobierno, en particular Pilar Alegría. Esta señora, maestra de formación, si es que su título es veraz –que no hay por qué dudar, pero nunca se sabe– es capaz de mentir o de leer sin equivocarse e intentando poner cara de convicción y seguridad las explicaciones y argumentos más inverosímiles e hilarantes con tal de salvar de la quema a su jefe. No hay mes que no roce el ridículo. Me pregunto si es eso la lealtad. Porque más bien parece un sacrificio ante las cámaras que la invalidará en el futuro para ejercer cualquier cargo de responsabilidad, gobierne o no su partido. Otro tanto podría decirse del, para asombro de propios y extraños, todavía fiscal general del Estado. Aunque es mucho deducir, puesto que el juicio oral todavía no se ha celebrado, deduzcamos que pudiera haber llegado a filtrar los papeles que incriminaban a la pareja de Ayuso por orden directa de la Moncloa, sea orden de Óscar López, sea de Pedro Sánchez y, posteriormente, para borrar todo rastro, habría cambiado de teléfono. ¿Es eso lealtad? Lealtad perruna, si acaso. Aunque más bien suponga quemarse a lo bonzo, destruir una carrera que podría haber sido calificada de brillante y pasar a la historia acusado de delitos que atentan contra derechos fundamentales de los ciudadanos, ya veremos también si por ser condenado.
Cualquiera que tenga la más mínima noción de cómo funciona un partido político, sabe que la lealtad al líder o a la dirección es obligada. Hay que ser fiel y agradecido con aquel que te coloca en una candidatura o te pone en bandeja un puesto de responsabilidad. Sin ir más lejos, porque asegura el sustento de la familia. Leales eran los ministros que, discrepando del presidente, evitaban dar ruedas de prensa o aparecer en actos públicos para no contrariarle. Pero, en consonancia con la evolución de los usos y costumbres de la política española, en los tiempos de Pedro Sánchez esa lealtad ha degenerado en servidumbre. Muy mal entendida, por otra parte. Porque hay que ser muy inocente para malograr la reputación en aras de agradar al que supuestamente sirves, pero se necesita ser rematadamente necio para cometer por otro un delito, arriesgando dar con los huesos en la cárcel.
Desde luego, el presidente puede darse por satisfecho. Por miedo, que algo o mucho habrá, por lo que cuentan, los que le rodean le son fieles hasta extremos inimaginables en cualquier otro gobierno. En aras de agradar al jefe han llegado tan lejos que han olvidado que a quien deben la lealtad es al que tiene la última palabra sobre su futuro y les paga las nóminas cada mes: el ciudadano. El día en que la sociedad española despierte de la anestesia, exigirá cuentas a unos y a otros por sus traiciones.