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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Escrito de verano

Al siguiente día, Mingote se presentó en El Escorial, pagó el hotel, y devolvió a sus geniales amigos a Madrid. Mihura tenía los ojos empañados en lágrimas. Se había enamorado locamente de la vikinga, y les reconoció su enorme dolor por haberla perdido

Miguel Mihura y Antonio de Lara 'Tono' fueron dos genios. No tuve la suerte de conocerlos personalmente. Autores de teatro, dibujantes en La Ametralladora y La Codorniz, le debo sus andanzas a Antonio Mingote. Tono medía 190 centímetros de altura y Mihura apenas llegaba a los 160. Tono era inventor. Inventó un sistema de encendido de cigarrillos para los viandantes que no llevaban mechero ni cerillas. Un agujerito en la pared. El viandante se ajustaba el cigarrillo a sus labios y lo introducía por el agujerito. Al hacerlo, se encendía una luz verde en la tercera planta y un ciclista comenzaba a pedalear para crear energía. A los pocos segundos, el paseante recibía una pequeña llamarada, aspiraba, aseguraba el encendido y seguía paseando. El problema era que, cada vez que se llevaba a cabo el invento de Tono, el ciclista fallecía electrocutado.

Trabajaron –poco–, cada uno por su lado y en colaboración teatral. Estaban tiesos. Y decidieron recluirse en el Hotel Felipe II de El Escorial para escribir una comedia. La tenían muy poco estructurada. Con dinero prestado se instalaron en El Escorial, para trabajar a destajo. Lo único que tenían escrito de la comedia era el título: Guerra, Paz y Pérez. El título era de Tono y se morían de risa uno y otro cuando lo recordaban.

Creo que lo he contado por aquí. Tuvieron un inconveniente que les privó de concentración. El edificio. Desde su habitación, surgía esplendoroso el Monasterio que levantó Felipe II. Miguel estaba en la cama y Tono le informó de su hallazgo. «Miguel, ahí abajo hay un edificio muy grande y bastante bien construido. Cuando te levantes, no dejes de asomarte para admirarlo». Entonces Tono se introdujo en su sobre y Miguel se levantó. «Tienes razón, Tono, ese edificio es impresionante. España es una permanente sorpresa». Comieron en el 'Charolés', hablaron del edificio, se abrazaron a la siesta y a las 8 bajaron al bar a tomar los whiskies de rigor. «Lo de Guerra, Paz y Pérez, lo dejamos para mañana». Se habían pulido el préstamo el primer día, y llamaron a Mingote. –Antoñito, necesitamos que nos prestes una cantidad razonable de pesetas para poder terminar nuestra obra magna, Guerra, Paz y Pérez–. Mingote recurrió a Edgar Neville, conde de Berlanga del Duero, que era rico. «Es dinero perdido, pero te lo mando». Cuando Tono y Mihura lo recibieron, le agradecieron a Mingote sus brillantes gestiones, y Antonio, que nada tenía de entrometido, se atrevió a preguntar: «¿Cómo habéis empleado el dinero?». «Ya sabes, Antoñito, que a Miguel le encantan las mujeres altas, pero si no son de pago, le miran por encima del muslo. Y creo que se ha pasado en esta ocasión. Entre el edificio que hemos descubierto y la tarifa de Ingrid, la vikinga, el dinero ha volado. Y lo curioso es que no hemos bajado a ver el edificio, ni escrito la primera página de Guerra, Paz y Pérez».

Al siguiente día, Mingote se presentó en El Escorial, pagó el hotel, y devolvió a sus geniales amigos a Madrid. Mihura tenía los ojos empañados en lágrimas. Se había enamorado locamente de la vikinga, y les reconoció su enorme dolor por haberla perdido.

Guerra, Paz y Pérez no se estrenó, porque no se escribió.

Eso sí, lo del hallazgo del edificio fue muy valorado por el grupo de amigos que se reunía en el café Lyon de la calle de Alcalá.

«He visto muy pocos edificios de esa categoría».

Y se reían.

Tiempos de luces y genios.

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