El cojo
Los cojos no son gente de buen humor y palabra amable, y en el día de mi muerte, prefiero un largo Purgatorio, que ingresar en la residencia de cojos recientemente construida en el Cielo sobre la segunda nube naranja del ocaso. Al menos, en el purgatorio, me encontraré con muchos amigos
En mi nueva versión de inválido, de cojo sin experiencia, y a pesar de lo cuidadísimo que estoy por mi mujer, mi familia, y una enfermera colombiana que me está enseñando el colombiano con gran maestría, a pesar de mis médicos, los doctores Hornedo, Casanova y Ricardo, me considero un inútil total. Colisiono con las puertas en mis breves desplazamientos, me rasguño las manos que intentan pasar por donde no hay espacio, y ayer, por consultar un libro de la biblioteca de mi despacho, cayeron sobre mi cabeza dos libros cuyo derrumbamiento no estaba previsto. Por hacerme el gracioso ante mis nietos, se me bloqueó la silla, y ellos, en lugar de ayudarme, se lo tomaron a broma. Domino la conducción con la rueda derecha, la rueda ultraderechista, pero siempre termina venciendo la izquierda, la rueda golfa y ladrona. Mi inolvidable maestro Santiago Amón, me hubiese incluido en su obra inconclusa Cojario de España, como «cojo tontolculo» .
Mi profesor de todo, nacido en Baracaldo por error y palentino de familia y corazón (falleció en la sierra de La Cabrera a bordo de un helicóptero en el que no quería viajar por ser un enamorado del Talgo), dejó sin acabar su gran obra sobre los diferentes tipos de cojos existentes en España. Desde el cojito mutilado de cintura para abajo, y que inspiró a Chumy Chúmez a publicar en La Codorniz el dibujo de humor negro más escalofriante, al «Cojaimega», el cojo que cojea más cuando intenta simular su cojera. El dibujo de Chumy se llamaba Consuelo y se veía a un inválido de medio cuerpo sobre su carrito, que impulsaba con dos tacos en sus manos. El amigo le consolaba acariciando su cabeza, mientras le decía para animarlo: –No llores, Prudencio, que desde lejos pareces un taxi–.
Gran importancia tenía, por ser especie en peligro de extinción, el «Cojobicicleta». Una mañana, saliendo de la taberna «Noé» de la calle de Echegaray, Amón celebró con un alarido de júbilo la visión de uno de ellos. El Cojo Bicicleta era experto en sortear coches a gran velocidad, pero no usaba los frenos. Se limitaba a meter su pata de palo entre los radiós de la rueda delantera y la bicicleta se detenía de golpe, con gran dignidad. También el «engañabaldosas», especie en expansión, y el «cojopato», que acostumbraba a ser trucha.
Como buen cojo y de una cultura inabarcable y profundo sentido del humor, Santiago se divertía descubriendo nuevas especies de cojo. Lástima que no llegara a conocer (yo fui su alumno preferido y hacíamos en la primera y verdadera Antena-3 de radio un programa semanal) al «cojo tontolculo», en lo que me he convertido. Hace días, un sacerdote que me visitó me dijo que los cojos entrarán antes en el Reino de los Cielos que los bienandantes. Me preocupó. Los cojos no son gente de buen humor y palabra amable, y en el día de mi muerte, prefiero un largo Purgatorio, que ingresar en la residencia de cojos recientemente construida en el Cielo sobre la segunda nube naranja del ocaso. Al menos, en el purgatorio, me encontraré con muchos amigos.
Ser cojo es una lata.