No son Begoña Gómez o García Ortiz: es Pedro Sánchez
En ningún país civilizado aguantaría ni un minuto más un presidente rodeado de sicarios y testaferros que le benefician principalmente a él
No se conoce caso en España, ni en Europa, de la pareja de un primer ministro acudiendo a un juzgado imputada por delitos que, de ser ciertos, solo pudo cometer precisamente por su relación marital con el jefe del Gobierno del país en cuestión y las puertas, contactos y recursos que ello le procuran, inalcanzables para nadie anónimo con sus mismas expectativas.
De haber ocurrido algo así, las consecuencias políticas contra su mentor hubieran sido devastadoras, inmediatas e irrevocables: tendría que dimitir, no sin antes dar explicaciones y pedir disculpas públicas, con independencia del resultado penal del proceso.
En esas alturas, el Código Penal no es la única vara de medir, pues eso destrozaría el principio general de que no todo lo que no sea ilegal es tolerable, que se entiende mejor con un ejemplo práctico: en España está permitido silbarle al Rey y al himno o los símbolos nacionales, ¿pero cuánto duraría Ayuso si le diera por despreciar agresivamente una ikurriña?
Solo en España, en los periodos de gobiernos «progresistas», se aplica una manga ancha incompatible con las exigencias innegociables a todo cargo público, con episodios tan estrambóticos como el de Chaves y Griñán: el propio Sánchez, con todo el PSOE detrás, utilizó como argumento para indultarles con la firma del García Ortiz que preside el Tribunal Constitucional, el bueno de Conde-Pumpido, que al fin y al cabo no se habían quedado con el dinero desfalcado a los españoles en el caso de los ERE andaluces, como si desviar cientos de millones para consolidar un régimen clientelar y dopar al partido en las urnas no fuera grave.
Las imputaciones de Begoña Gómez, que a los bochornos con las saunas le añade los excesos con la cátedra, tienen otra particularidad que las hacen más graves: no pudieron perpetrarse sin el concurso directo de Pedro Sánchez ni sin el amparo de la propia Presidencia del Gobierno.
Lo dijo el auto de la Audiencia Provincial que confirmó lo sustantivo de la instrucción del juez Peinado, un valiente linchado por ello desde los altavoces patibularios del Régimen, como lo sostienen también los autos de procesamiento del fiscal general del Estado firmados por el juez Hurtado en el Tribunal Supremo: en ambos casos, las fechorías de los dos investigados tienen en La Moncloa el origen y el estímulo, cuando no el beneficiario, lo que coloca el asunto en los términos correctos que tiene, por mucha tinta que esparzan los tristes calamares empotrados en las tertulias televisivas.
No son Gómez o García Ortiz los verdaderos protagonistas, sino el propio Pedro Sánchez. Y no lo es solo por omisión, también por acción: en el caso del fiscal, fue el receptor del montaje que urdió este triste lacayo para que, desde Presidencia, se utilizara la información recabada sobre el novio de Ayuso para urdir una operación de derribo de una rival incómoda.
Esa obviedad no ha podido ser documentada porque el afectado, como un traficante eliminando la droga echándola por el váter cuando llega la Policía a casa, eliminó todos los mensajes de sus dispositivos móviles, y solo eso salva a Sánchez o a su equipo de quedar incorporados a la causa.
Y en el de la esposa, porque fue en Moncloa donde se negoció con el rector de la Complutense la creación de su cátedra instrumental, en realidad una empresa pantalla, y fue Moncloa quien protegió los intereses de la captadora de fondos públicos beneficiando, vaya casualidad, a los patrocinadores del invento con generosos contratos públicos o pagando a la empleada dedicada a los asuntos privados de la codiciosa hija de Sabiniano.
Pero hay algo más: si los dividendos políticos de la operación mafiosa de García Ortiz hubieran ido al casillero de Sánchez, al quitarse de en medio a una de sus peores pesadillas; los de Gómez, aquí económicas, hubiesen ido a la cartilla de ahorros familiar, fuera él o no titular, como debe estar ocurriendo con las ganancias por los arrendamientos del notable patrimonio inmobiliario acumulado por La Esposísima gracias, en origen, a la ayuda financiera del papaíto propietario de una cadena de prostíbulos.
En estos dos casos, en fin, se resume a la perfección la catadura moral, personal y política del líder socialista, que aplica el mismo modus operandi en su vida pública que en su ámbito personal: en los dos escenarios carece de límites, busca la máxima renta a cualquier precio y disfruta de una prosperidad que no se ha ganado limpiamente.
Nada extraño en quien fue capaz de comprarle los votos de su investidura, tras perder de nuevo en las urnas, a un prófugo, un golpista y un terrorista. Cómo no va a estar dispuesto a utilizar a un sicario para abatir a Ayuso o promocionar a la churri, con toda la pinta de testaferro.