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Martín-Miguel Rubio Esteban en el espejo de Las Meninas

Los bufones hacen su teatro, la infanta reclama la atención, los criados se mueven con la servidumbre propia de su rango, y al fondo Martín, sin necesidad de moverse ni hablar, se convierte en la verdadera medida del cuadro. Es el único que no representa un papel: ni rey, ni niña, ni sirviente, ni pintor. Simplemente es

La pintura de Velázquez tiene un defecto imperdonable: que no se acaba nunca. Uno se planta delante de Las Meninas convencido de que ya lo ha visto todo, y al minuto descubre algo que se le había escapado: la sombra en el suelo, el perro que bosteza, el aire que entra por la ventana, o ese espejo al fondo donde se refleja el poder. Y lo peor del caso es que, cuando uno cree haberlo entendido, aparece alguien nuevo dentro del cuadro.

Hace cuatro siglos, Velázquez colocó en ese espejo a Felipe IV y a Mariana de Austria; dos reyes tan inmóviles que parecen más un protocolo que una pareja. Hoy, en cambio, si uno mira con cuidado, ya no encuentra a los Austrias, sino a Martín Miguel Rubio Esteban. Sí, allí, en ese rectángulo luminoso del fondo, aparece su rostro sereno, como si hubiera estado posando desde 1656 y nosotros no lo hubiéramos advertido hasta ahora.

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Velázquez se reencarnó en Rivela y pintó este cuadro otra vezJosé Rivela

Podría parecer un disparate, pero en realidad es la única explicación lógica. Porque el espejo de Velázquez no está hecho para coronas ni mantos, sino para constancias. Y constancia es lo que mejor define a Martín Miguel: hombre de estudio diario, de palabra medida, de oficio intelectual que no se improvisa ni se alardea. Mientras la corte se disolvía en intrigas y abanicos, él permanece –como permanece la luz en la tela–, firme, callado, discreto, y sin embargo esencial.

La escena cobra así un nuevo sentido. Los bufones hacen su teatro, la infanta reclama la atención, los criados se mueven con la servidumbre propia de su rango, y al fondo Martín, sin necesidad de moverse ni hablar, se convierte en la verdadera medida del cuadro. Es el único que no representa un papel: ni rey, ni niña, ni sirviente, ni pintor. Simplemente es. Y ese «ser» suyo, sostenido por la constancia, es precisamente lo que Velázquez quería atrapar con su pincel: algo más duradero que la moda y más sólido que el boato.

Si Lope de Vega hubiera tenido acceso a ese espejo seguro que habría escrito una comedia en la que Martín Miguel ocupase el lugar del rey, mientras los demás no pasaban de figurantes. Y si Julio Camba hubiera estado en la corte habría escrito una crónica descreída sobre la solemnidad de aquellos Austrias que no supieron que el verdadero retratado estaba detrás de ellos.

Porque, en el fondo, ¿qué significa aparecer en un espejo pintado hace siglos? Significa haber vencido al tiempo. Los reyes ya son historia, las damas de honor son nombres de nota al pie, pero Martín Miguel Rubio Esteban sigue ahí, reflejado con una calma que ninguna sucesión dinástica puede borrar.

Lo diré de una vez: Martín no necesita corona porque ya tiene espejo. Y el espejo, en manos de Velázquez, vale más que cualquier trono.

José Rivela fue maestro de Artes en el IES de Celanova (Orense)

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