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Enrique García-Máiquez

Conciencia de objeción

Hay que tomar conciencia de que la objeción, en realidad, no es un derecho: es un hecho. O sea, la negativa en redondo del individuo a contravenir los dictados de su moral, lo ampare la ley o lo penalic

Se debate sobre si la objeción de conciencia es o no un derecho. La niegan los políticos en el poder, como es lógico, porque es el límite final a su expansionismo. La reclaman los médicos que, fieles a su juramento hipocrático, se niegan a segar la vida de un nasciturus. Hacen bien, tienen todo mi apoyo, y el asunto es esencial, sin duda; pero está mal planteado. No deberían hacerse fuertes primariamente en el Derecho Positivo.

Verdad que, según nuestro ordenamiento, la objeción de conciencia del médico ha sido un derecho fundamental, de rango constitucional y protegido tanto por la jurisprudencia del TC como por el Código de Deontología Médica. Ya. Pero también es cierto que la Constitución es papel mojado para Conde-Pumpido y demás cómplices. Yo, viendo el peso que tiene la ley en España, que va y viene según la lleva el viento de los caprichos o las necesidades coyunturales del Gobierno, no me haría demasiadas ilusiones con la cobertura legalista.

Hay que tomar conciencia de que la objeción, en realidad, no es un derecho: es un hecho. O sea, la negativa en redondo del individuo a contravenir los dictados de su moral, lo ampare la ley o lo penalice. El objetor, aunque no tiene ninguna gana de tener problemas, es consciente de que su conciencia no es una concesión graciosa del Legislativo, sino un límite que él pone al Poder, asumiendo, si llega el caso, un elevado coste personal.

La película La vida oculta (Terrence Malick, 2019) sobre la vida, pasión y muerte de Franz Jägerstätter, es una ejemplar exposición de la cuestión. El granjero austriaco se niega a jurar fidelidad a Hitler a pesar de todo tipo de presiones políticas, familiares y religiosas. Su conciencia no pasa por ahí. La historia hace dos sutiles paralelismos. Uno palpable con el juicio y la pasión de Jesús, a la que remiten imágenes y piezas musicales. Y el guiño a la muerte de Sócrates, cuando el suegro de Jägerstätter recuerda que «es mejor padecer la injusticia que ejercerla». Son los dos sacrificios fundacionales de Occidente. O sea, que Malick sabe lo que se trae entre manos con su defensa de la objeción.

También lo sabía, a la contra, el cardenal Richelieu, que quería asegurar el poder omnímodo del Estado (que era Luis XIII) y que se encontraba con la piedra en el zapato del abad Saint-Cyran, de Port-Royal. Richelieu, que no tenía un pelo de tonto, afirmaba que el abad era «más peligroso que seis ejércitos juntos». ¿Tanto? ¿Cómo? ¿Por qué? El peligro del abad estribaba en que proclamó la independencia soberana de la conciencia individual frente al poder absoluto que Richelieu edificaba. Saint-Cyran decretó: «Hay un espacio, como seis pies de territorio de alma, en el que nunca deben poner ni imponer su imperio ni ser temidos ni canciller ni nadie». Ea.

Esos seis pies de alma remiten a los seis pies de tierra que ocupa la tumba de un hombre: vienen a mentar pudorosamente el límite que el Poder encontrará para doblegar una conciencia, en última instancia.

Por supuesto, lo ideal y lo democrático es no buscarle los seis pies al caso; y reconocer civilizadamente que, para supuestos objetivamente dudosos, la objeción de conciencia que prexiste al Derecho Positivo puede y debe ser reconocida por éste, por razones de humanidad y de conveniencia. El derecho de los médicos a no tener que realizar abortos debería estar amparado por la ley de forma respetuosa y equitativa.

No obstante, por si acaso, no debemos olvidar que así sólo se facilitaría una objeción que, por su propia naturaleza, preexiste. Y existe si se ejerce, le guste o no al Estado, al Poder, a Richelieu, a la ministra de Sanidad o al mismísimo Moloch. Sólo cuando esto se tiene claro, el Derecho Positivo, si no por humanidad y por justicia, por la cuenta que le trae, para que no se le monte un cisco, terminará arbitrando mecanismos pacíficos para reconocer la objeción de conciencia. Pero no hará más que reconocerla o despenalizarla: la conciencia es de cada persona en concreto, y allí no puede imponer su imperio ni canciller ni nadie.

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