Por defecto
Por esto del columnismo, nadie en mi trabajo ignora mi conservadurismo a machamartillo, pero yo allí no hablo de política, y mucho menos con los alumnos
Horas antes del asesinato de Charlie Kirk estaba yo sonriendo con el tuit de una chica o señora. Venía a decir que, como en su trabajo nunca habla de política, todos sus compañeros saben perfectamente lo que ella piensa de política. Me pareció finísimo. Yo había hecho una versión parecida pero más basta: «El que afirma que no es de derechas ni de izquierdas –véase Ortega y Gasset o Primo de Rivera– es de derechas». Son realidades distintas, pero concomitantes, y que muestran hasta qué punto el espacio público está ocupado por las ideas de izquierdas.
Quizá los mejores de nuestros jóvenes tengan ya otra percepción, y se les aplaude; pero en general pasa así. Por esto del columnismo, nadie en mi trabajo ignora mi conservadurismo a machamartillo, pero yo allí no hablo de política, y mucho menos con los alumnos. No es el caso de mis queridos compañeros contrincantes, que no paran. Un año fue destinado a mi departamento un importante líder provincial de la extrema izquierda con cargo público y mando en plaza y todos los avíos. Al reconocernos de los periódicos en la primera reunión, nos saludamos divertidos y me invitó: «Qué grandes discusiones vamos a tener este año en la cafetería». Sonriendo, rehusé de inmediato: «Me espanta hablar de política, y más en el trabajo». Es una actitud, creo, generalizada entre los carcas.
Responde a un buen ramillete de causas. Por un lado, la convicción derechista de que no todo es política. Defendemos la subsidiariedad, la autonomía de los fueros y la sacra intimidad de las personas. Todo eso levanta murallas contra la invasión politizante. Por otro lado, está el amor conservador a la rutina, a las costumbres, a los pequeños acuerdos, a los placeres constantes… Lo que nos distrae, felizmente, de las aburridas disputas, tan a menudo diálogos de sordos.
Para decirlo todo y no ponernos demasiado bien en un espejo autocomplaciente, eso no quita que intervengan también la dejadez, la comodidad y el miedo al señalamiento. Porque señalar, señalan. Y como lo cortés no quita lo valiente, reconozcamos a los rivales ideológicos su perseverancia en la matraca y el mérito estratégico de haberse hecho con muchos espacios públicos, a menudo tan vitales como el mundo oficial de la cultura, los ámbitos educativos y el tono generalizado de los medios de comunicación.
El asesinato de Charlie Kirk, sobre ese trasfondo costumbrista en el que me hallaba, lo cambia todo. Era un hombre que, en efecto, disputaba esos espacios (nótese que el crimen ocurre en una universidad, durante un debate) y que no se arredraba. A menudo esto pone nerviosísimos a los oponentes, porque se han acostumbrado tanto a su preminencia que han llegado a pensar que su ideología es la forma correcta de entender el mundo. Asumen que lo suyo es la verdad por defecto. Un aforismo del poeta Lorenzo Oliván describe lo que les pasa: «A veces verlo claro impide ver».
El mejor homenaje a Kirk sería dar ese paso adelante en nuestras conversaciones cotidianas contra viento y marea. Por supuesto, por solidaridad, para no dejar solos y expuestos a los valientes que los dan. También por nosotros, porque hay una dignidad mayor si sostenemos nuestras ideas. Y, sin duda, por nuestros contrincantes, que mejorarán si caen en la cuenta de que sus eslóganes no son automáticamente verdad ni quienes los confrontamos somos extravagantes personajes maléficos. A la realidad, por último, no dejará de venirle bien que los defensores del sentido común plantemos cara a los ululadores de utopías.
Que en la media hora del recreo yo prefiero estar en una esquina leyendo a Shakespeare, criptocatólico como yo, es obvio. Pero que a lo mejor tenía razón mi compañero y líder de ultraizquierda y tendríamos que haber echado algunos cafés discutiendo agriamente, también es verdad. Cuando el rival tiene razón, yo, antes o después, se la doy. Pero solamente la que tiene.