En vía muerta
Si fuera consciente de hasta qué punto el tren es un servicio de primera necesidad para muchísimos españoles, no andaría tan divertido. Sería conveniente un ministro más discreto
Qué perspicacia la de Eugenio d’Ors cuando formuló una inexorable ley social. Muchos inventos que nacen como comodidades carísimas terminan siendo, con el correr (raudo) del tiempo, necesidades básicas para toda la población. Los ejemplos son multitudinarios, pero algunos han sucedido ante nuestros ojos. Recuerdo los primeros coches con dirección asistida y, bastante después, el primero que llegó a mi casa, recibido por todo lo alto. Hoy es impensable un coche sin ella. Los móviles, que dieron lugar a chistes y a columnas hilarantes de Antonio Burgos y de nuestro Alfonso Ussía sobre su esnobismo, fueron artefactos carísimos. Hoy son de uso universal y, si se los discute, es justamente por lo contrario: por su colonización de todas las edades y todas las horas.
Otro de los progresos explicados por la ley d’Ors son los trenes de alta velocidad. Surgieron, paralelamente a los teléfonos móviles, como artículo de lujo. Viajes reservados a altos ejecutivos y a gente acomodada. En poquísimos años se han convertido en el medio de transporte preferido de los españoles, y por buenos motivos: rapidez, economía, flexibilidad de horarios, comodidad, etc. Hoy son una herramienta de trabajo para muchísimos contribuyentes, además de una infraestructura fundamental para el turismo interior e internacional, que es —no lo olvidemos— nuestra primera industria… y de las pocas que nos quedan.
Justo ahora, cuando la alta velocidad se ha convertido en una ancha necesidad de los españoles, padecemos su descarrilamiento. Los retrasos son continuos como sale algo en las noticias y, sobre todo, en las redes sociales. Detrás, hay muchos perjuicios laborales: reuniones que no se pueden celebrar, clases que no se imparten, comidas de trabajo suspendidas. Y graves inconvenientes personales y familiares.
Hay que sumar el intangible de la inquietud. Estos últimos meses, me he puesto a celebrar que mi tren llegase a destino sólo media hora tarde, hip, hip, hurra. Una hora tarde es un «menos mal». La gente reserva sus enlaces con más tiempo de margen, previendo los imprevistos, descontando el descontrol, asumiendo lo inasumible. Y quien puede opta por otros medios de transporte. Conozco a quien ya va en coche o prefiere el avión para evitar las vías muertas de la nueva alta velocidad. Dentro de poco, quedarán atrapados en el tren no sólo los que tengan la mala fortuna de que les toque en la ruleta rusa de los horarios ferroviarios el aleatorio error, sino todos los que no puedan permitirse los medios de transporte alternativos.
No es retórica: además de los retrasos, o sobre los retrasos, tenemos trenes cada vez más viejos, que se bambolean más y más y traquetean, con cuartos de baño fuera de servicio o malolientes, con carísimas cafeterías sin café y con aires acondicionados que se llevó… el aire.
Si buscamos responsabilidades, están muy repartidas, como la pedrea. La caída de inversiones en mantenimiento viene de lejos. Los políticos han preferido usar el dinero de los presupuestos para inauguraciones más fotogénicas que la conservación de lo que ya había inaugurado otro o para cosas menos claras. Sin embargo, el actual responsable, que es el ministro Puente, no está dando muestras de una enorme inteligencia. Se destaca por hacer puenting con cada polémica política y dedica su tiempo a saltar de red en red social, como si fuese un militante más.
Si fuera consciente de hasta qué punto el tren es un servicio de primera necesidad para muchísimos españoles, no andaría tan divertido. Sería conveniente un ministro más discreto. Incluso en el Gobierno de Sánchez hay ministros con un perfil bajo, como Luis Planas o Carlos Cuerpo, que se limitan, con mayor o menor acierto, a intentar hacer lo suyo. No sé si en el Gobierno en general y en el ministerio en particular son conscientes de lo cerca que estamos de perder una de las pocas joyas sociales que realmente habíamos conquistado con la democracia. Las implicaciones son gravísimas.