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Enrique García-Máiquez

De momento, tortitas

Mi porfiada defensa de la hidalguía no es una gracia, sino una angustia. Una empecinada exigencia personal es lo único que, a estas alturas, puede salvarnos del hundimiento como sociedad y como nación

Mi porfiada defensa de la hidalguía no es una gracia, sino una angustia. Una empecinada exigencia personal es lo único que, a estas alturas, puede salvarnos del hundimiento como sociedad y como nación. Necesitamos, eso sí, una hidalguía netamente quijotesca. Yo valoro como nadie mi ascendencia, y me emociona que cualquier hijo de vecino haga lo propio con la suya; pero asumo que –espoleado por el ejemplo de nuestros mayores– uno es lo que hace. Lo dijo el caballero manchego: «Cada uno es hijo de sus obras; y nadie es más que otro, si no hace más que otro». Porque postulo la hidalguía, propongo la hizalguía: hacer algo, lo que sea, al modo de Julián Marías, que se eligió de lema «Por mí que no quede».

En consecuencia, yo –sea cual sea la materia de la que hable– sigo un patrón reconocible. Bajo el balón al pasto y termino preguntando en mis charlas, clases y escritos: ¿qué haces tú por la belleza, por la memoria, por lo que importa? Habitualmente no podremos hacer cosas grandiosas ni cambiar el rumbo de la política de Estado. Pero podemos contribuir con nuestra hizalguía. La epopeya puede quedar lejos, pero, en el perímetro de nuestra vida, cabe la hazaña cotidiana de no quedarnos mano sobre mano, papando moscas. A partir de ahí: confiar en la suma de otros pequeños perímetros, en la ósmosis de la resistencia, en el contagio esperanzado de otros hizalgos. ¿Ejemplos? Nos preocupa enormemente que los trenes de alta velocidad lleguen tarde y mal. Bien, denunciémoslo, pero, mientras tanto, lleguemos nosotros puntuales. Que la educación en España no aprueba salta a la vista. La desolación consiguiente sólo debe llevarnos a esta pregunta: ¿Soy un bastión último de defensa para mis alumnos, estoy educando bien a mis hijos y, todavía más, me exijo más y mejor a mí mismo? Son cosas pequeñas pero de una dificultad enorme.

Hay que confiar en la convertibilidad de los trascendentales, de modo que cualquier gesto o acto de belleza redundará en la bondad, del mismo modo que una verdad bien dicha creará círculos concéntricos y expansivos de belleza. La teoría de las ventanas rotas está sobradamente demostrada. Un barrio donde nadie se preocupa de la limpieza y del cuidado del mobiliario termina generando desarraigo y delincuencia. Pero no olvidemos que el camino de vuelta es el mismo camino de ida al revés. Los ventanales luminosos y limpios elevan el tono de una comunidad.

Limpiemos nuestros cristales. Rematemos muy bien lo nuestro en los pocos metros a la redonda que quedan bajo nuestra jurisdicción. Jordan B. Peterson insiste: si quieres cambiar el mundo, haz tu cama. Alexander Solzhenitsyn se rebeló contra la Unión Soviética sencillamente no mintiendo. Conociendo esta numantina posición microfeudal mía, comprenderán mejor por qué me ha emocionado tanto este poema de Juan Marqués a sus hijos incluido en su dietario El sol nos sigue: «Os veo tan dormidos y tan vuestros / que sólo me pregunto / qué puedo hacer para que no sufráis. // De momento, tortitas. / Es lo que por ahora está en mi mano. // Vamos a echar muchísimo sirope».

Acometamos algo. Entre otras cosas, porque la alternativa es conformarse entre inútiles aspavientos quejumbrosos. No olvidemos que Antonio Machado, del que estamos celebrando el 150 aniversario de su nacimiento, advertía de que «el arte es el reino de las realizaciones». No es arte si no se materializa en algo, aunque sea un aforismo o una soleá de tres versitos octosílabos y rima pobre de asonancia indefinida. Él, que no era nada más que un profesor de lenguas vivas en institutos de secundaria, sin carrera universitaria, realizó lo suyo. Y ahora le debemos cuanto ha escrito. Veamos qué es lo nuestro; y echémosle muchísimo sirope.

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