Apeándose de la burra climática
Bill Gates ha estudiado a fondo los datos y ha tenido la honradez de reconocer que se ha exagerado con el apocalipsis climático (empezando por él mismo)
Aunque tiendo al optimismo, reconozco que existen tres amenazas universales que me agobian cuando me paro a pensar en ellas:
1.- La creciente posibilidad de otra guerra mundial, pues estamos embarcados en una frenética y lucrativa carrera de rearme y siempre que ha ocurrido algo así las potencias han acabado probando en el campo de batalla sus flamantes arsenales (véanse los momentos previos a 1914). Vivimos la II Guerra Fría, entre Estados Unidos y China, que será el conflicto medular de este siglo con dos modelos irreconciliables. De propina, Rusia se ha desatado y se siente capaz de atacar a una Europa adormilada a efectos bélicos. La próxima mega guerra será además diferente a las anteriores, operada por la IA y con claro riesgo de escalada nuclear.
2.- Mi segundo temor es una pandemia todavía peor que la anterior, que incluso podría ser provocada por alguna potencia para debilitar al enemigo.
3.- El tercer miedo es la propia Inteligencia Artificial, que en su primera fase será buena (avances científicos y técnicos impensables) y mala (pérdida masiva de ciertos empleos y embrutecimiento de una humanidad que alquilará su capacidad de pensar a las máquinas). Pero en su segunda fase podría ocurrir ya la pesadilla que anticiparon muchas historias de ciencia-ficción: las máquinas toman consciencia, se sienten más fuertes que sus creadores humanos y deciden someterlos, o destruirlos. Algunos científicos calculan que ese paso puede darse en fecha tan próxima como mediados de ese siglo.
Curiosamente, ninguna de esas tres situaciones de pesadilla parece preocupar al gran público tanto como el omnipresente cambio climático. ¿Por qué? Pues porque el alarmismo con el clima es una bandera agitada por la izquierda con la tenacidad que la caracteriza. La han convertido en una seudo religión laica, con la que ocultan su ineptitud a la hora de mejorar la vida real de las personas.
Salvo escasísimos energúmenos, todos queremos que se cuide el planeta, que se respete la naturaleza, que se intente mitigar la contaminación. Y en efecto, la mayoría de los científicos concuerdan en que la mano del hombre algo influye en el clima.
Pero lo que muchos no queremos es que se caiga en la histeria y se diga, como hace la ONU año tras año, que a la humanidad le quedan tres afeitados si no controla la subida de la temperatura. En 2009, el actual rey Carlos III proclamó en una de las cumbres del clima, también en Brasil, que la humanidad tenía solo cien meses, poco más de ocho años, para evitar «un colapso climático y medioambiental irreversible». Han pasado 16 años. Ese cataclismo jamás llegó. Pero huelga decir que el monarca no se ha disculpado por su alarmismo (de hecho continúa soltando similares proclamas sensacionalistas).
Algunos no queremos que los líderes del planeta hagan el ridículo escuchando con rictus solemne a una pobre niña sueca con problemas de neurastenia, que cree que el planeta va a estallar en unos meses. O que se asuste a los chavales con el Armagedón climático, hasta el extremo de que algunos ya no quieren tener hijos porque estamos abocados a la extinción. O que se tache de «ultra negacionista» a todo aquel que no comparte que la mano del hombre sea la única causa del aumento de la temperatura. O que se hable siempre de los mayores fríos y calores «jamás registrados», ocultando al público que solo existen registros fiables desde hace 145 años.
O que se oculte que una de las causas de la caída del Imperio Romano fue un severo fenómeno de calentamiento en el siglo III, que trajo una devastadora sequía (y me temo que por entonces no había centrales humeantes, ni plásticos y fábricas). O que en los siglos VI y VII se registró la hoy denominada Pequeña Edad de Hielo de la Antigüedad Tardía, enfriamiento provocado por tres grandes explosiones volcánicas. O que entre 1550 y 1850 se produce en el hemisferio norte la llamada Pequeña Glaciación, por una disminución de la actividad solar y un aumento de la volcánica.
O que se oculte que «el clima está cambiando continuamente» y «estamos inmersos en el tramo final de un calentamiento que comenzó hace 20.000 años», como bien han señalado insignes geólogos. O que jamás se cuente que el hielo en ambos polos es una situación inhabitual en la historia del planeta. O que nadie ose recordar que hace solo 7.000 años se podía ir caminando por tierra firme desde Francia a Inglaterra. O que se tache de retrógrados negacionistas a los científicos que creen que el agente que más influye en el clima no es la mano del hombre, sino la rotación del eje de la Tierra y los volcanes.
En los debates científicos caben dos actitudes: abrazarse a una hipótesis y sostenerla caiga quien caiga y sean cuales sean las evidencias; o recular y corregir si los datos empiezan a tumbar tu tesis.
Bill Gates puede gustar más o menos, pero lo adornan tres cualidades innegables: es el mayor filántropo del planeta, es extremadamente inteligente y es una persona que gusta de analizar las situaciones con todos los datos en la mano. En una primera fase se subió al carro del alarmismo, pero acaba de dar marcha atrás. Ha señalado que en un futuro a la vista no existe riesgo existencial para la humanidad: «La gente podrá vivir y prosperar en la mayoría de los lugares de la Tierra». Además, Gates recomienda dedicar más dinero a la lucha contra el hambre y las enfermedades que a la batalla contra la mutación del clima, en la que a su juicio se ha despilfarrado muchísimo dinero. Sostiene que hay que seguir peleando contra el cambio climático, sí, pero con rigor y dando prioridad a problemas más acuciantes.
Pero aquí en Sanchistán resulta casi imposible hablar en libertad de estas cuestiones sin verte marcado por los integristas del apocalipsis. Son las consecuencias de tener un presidente TikTok y una sociedad acrítica.