Sobre PP y Vox, y sobre peperos y 'voxtantes'
El votante medio de derechas no es ingenuo. No pide una unidad irreal ni un entendimiento ficticio. Pero sí pide cierta contención, cierto respeto básico, cierta conciencia de que la energía es finita y conviene dirigirla hacia quien corresponde
España vive una emergencia política evidente. No es una exageración ni un recurso retórico: es la realidad. Un gobierno sostenido por corruptos, socialistas, comunistas, independentistas, oportunistas y herederos del terrorismo está destruyendo, pieza a pieza, nuestro país. El sanchismo es un proyecto corrosivo que degrada la democracia, la convivencia y el progreso.
Y, en medio de ese panorama, los votantes de la no-izquierda miran a la alternativa y encuentran algo que cuesta digerir: la virulencia, el resentimiento, el odio con el que PP y Vox se atacan. Las diferencias se entienden; la agresividad, no. La sensación es que, a veces, hay más hostilidad hacia el que está al lado que hacia el que está enfrente.
La mayoría de los votantes de derechas saben perfectamente qué separa al PP y Vox. Los voxtantes valoran la claridad, la firmeza, la batalla cultural, la defensa sin complejos de la nación, la familia, la fe y la libertad. Y los peperos priorizan la estabilidad, la moderación, la experiencia de gobierno, la practicidad y el oficio político.
También se entienden las frustraciones cruzadas. A Vox le irrita la tibieza del PP, su inclinación a contemporizar con la izquierda y ese complejo permanente que le impide dar la batalla cultural. Irrita que el PP compre constantemente el marco mental del progresismo y que haya renunciado a siquiera presentar un proyecto político, social y cultural propio y anclado en los valores que supuestamente defiende.
Al PP, por su parte, le preocupa el tono de Vox: esa aparente actitud de blanco o negro, la falta de matiz en algunos asuntos, la dureza de brocha gorda en temas sensibles como la inmigración, la falta de realismo y practicidad en algunas propuestas, y la impresión de que las formas eclipsan el fondo.
Y, más allá de eso, todos entendemos que PP y Vox no van a ser nunca una unidad. No solo por diferencias de credo y estilo, sino por pura lógica electoral. A nadie se le ocurriría exigir que Pepsi y Coca-Cola se abracen como hermanos; y nadie espera que dos partidos que compiten por un mismo mercado lo hagan.
Todo esto lo entiende el votante medio de derechas perfectamente. Lo que no entiende es el odio. Lo que le cansa profundamente es el salto del desacuerdo legítimo al odio visceral que ve en las estructuras de los partidos. Esa animadversión constante, ese tono de repulsión perpetuo, esos insultos pensados no para diferenciarse, sino para destruir al otro. Cansan.
Ese odio no nace en los votantes; los peperos, 'voxtantes' y centristas típicos discuten y pelean y debaten entre ellos con naturalidad –con pasión y firmeza, pero sin odio. La mayoría social de la no-izquierda percibe esta agresividad de las estructuras partidistas y los ultras como un malgasto absoluto de energía, como una pérdida de recursos, tiempo, fuerza y capital político desviados hacia el objetivo equivocado. Porque PP y Vox son adversarios, competidores, sí, pero es que los otros son enemigos; enemigos de España, de la convivencia, de la libertad, del bien, la verdad y la belleza.
Tenemos a un Sánchez dispuesto a todo, a un PSOE corroído desde dentro, a unos comunistas anclados en un resentimiento profundo, a los independentistas ansiando romper España y a los herederos del terrorismo influyendo en la política nacional. Y esa es solo la capa más visible. Debajo están la decadencia económica, la inseguridad jurídica, el atraco fiscal, la desprotección de fronteras, la destrucción del mérito, la pérdida de peso internacional… Vamos, que no da para aburrirse.
Frente a ese panorama, ver al PP y Vox consumirse en su propio combate provoca un agotamiento enorme. No porque los votantes no entiendan las diferencias sino porque no tiene ningún sentido dedicar tanta energía y odio a aquellos con los que sí tienes afinidad mientras hay un bloque entero dedicado a destruir todo en lo que crees.
El votante medio de derechas no es ingenuo. No pide una unidad irreal ni un entendimiento ficticio. Pero sí pide cierta contención, cierto respeto básico, cierta conciencia de que la energía es finita y conviene dirigirla hacia quien corresponde.
Y, más que nada, el votante lo pide porque tiene muy claro que la única manera realista de sacar a este gobierno del poder pasa, de un modo u otro, por algún entendimiento práctico entre PP y Vox. No es un ideal, ni una aspiración romántica, ni un deseo vago de «unidad de la derecha». Es, literalmente, aritmética parlamentaria. No hay votos para que ninguno gane por separado en el futuro inmediato. Y España necesita un cambio inmediato, no dentro de ocho años, cuando quizás pueda haber un solo partido en la derecha.
El votante lo sabe. Peperos, voxtantes, liberales, conservadores, democristianos lo saben. Y muchos otros que no ponen etiquetas a sus ideas, pero si quieren un país normal y decente también lo saben. Iván Espinosa tuiteó hace un par de días que «esto es lo que España espera de PP y Vox –convivencia y acuerdo desde la diferencia política». Coincido con él.
Las diferencias entre PP y Vox se entienden y bienvenidas sean. El odio, no. El odio cansa, desconcierta y desvía energías que deberían dirigirse hacia quienes, de verdad, están hundiendo España.